Herbert Marcuse |
Herbert Marcuse (Berlín, 1898) fue un sociólogo y filósofo alemán. Junto con Horkheimer, Adorno y Benjamín, entre otros, formaron la primera generación de la Escuela de Frankfurt. En su obra se reconoce la influencia de Marx, Freud, Weber, Lukács y Luxemburgo.
La fuerte crítica que hizo al positivismo lo acercó al pensamiento de Hegel, a tal punto que en 1932 apareció “Ontología de Hegel y teoría de la historicidad”, donde advirtió que la posible relación entre la teoría y la praxis estaba en una recuperación marxista de la dialéctica hegeliana. No obstante, la lectura de la obra de Max Horkheimer lo hace abandonar el hegelianismo y decide estudiar a profundidad la teoría crítica propuesta por el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Goethe de Frankfurt.
Hay dos obras importantes en la producción filosófica de Herbert Marcuse, la primera de ellas es “Eros y civilización” de 1953, donde trata de dar cuenta de la tesis en el “El malestar en la cultura” de Sigmund Freud donde se sostiene que la represión de las pulsiones de eros deviene civilización. Marcuse dice que ambos pueden convivir y llevar a buen puerto a los hombres en el entramado social. En esta obra plantea la posibilidad de mantener viva la utopía, siempre y cuando, y contrario a los neofreudianos, se mantengan los descubrimientos de Freud que resultan para él más indispensables: una sociedad no represiva y un eros más creador y no aquel impulsado por el “principio del placer”.
La segunda obra trascendente es “El
hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial
avanzada” de 1964. Marcuse asegura que hay una sociedad industrial avanzada, y
es el hombre moderno el que lo habita a partir de una ideología definida y,
claro está, excluyente. Esta sociedad moderna se hace llamar democrática, pero
en realidad la ideología fabricada en ella es el bastión de la explotación del
hombre por el propio hombre. Pero Marcuse vuelve a creer en la utopía, vamos,
que el señor es optimista, y supone que existen todos los mecanismos a favor
del hombre para que logre cambios cualitativos, pero siempre estará la
hipótesis de que la sociedad moderna generará la fuerza necesaria para
frenarlos. Los medios de comunicación y la industria cultural son las que se
encargan de crear estas fuerzas, casi son invisibles, pero su fuerza es
descomunal debido a que opera en el psiquismo humano.
Pues bien, ya con estas dos obras
difundidas, a Herbert Marcuse lo invitan en 1967 a impartir una serie de
conferencias que llamaron mucho la atención en la Universidad Libre de Berlín.
Se recogieron en forma de libro en 1968 y se tituló “El final de la utopía”. El
final de las utopías está en su realización, parece querer decirnos Marcuse,
cuando la organización y la crítica logran vencer todas las fuerzas enemigas de
la sociedad moderna haciéndose pasar por democrática. El “final” es una
“realización”, una “posibilidad real”.
Parece que Marcuse se equivocó, que
el único final de las utopías que tenemos en la punta de la nariz es la
impotencia. La utopía vuelve a convertirse en adjetivo y, ciertamente,
imposible de realizarse. Pero con calma, parece que el propósito sigue intacto:
“todo lo que en este reino puede ocurrir” nos dice Marcuse, “es que el trabajo
se racionalice todo lo posible, se reduzca todo lo posible, sin dejar de ser
trabajo en el reino de la necesidad, aplicado al reino de la necesidad, y, por
lo tanto, trabajo no-libre”. El objetivo, me parece querer comunicar el
filósofo alemán, sigue siendo alcanzar el reino de la libertad en el reino de la
necesidad y del trabajo, pero no más allá del trabajo. Claro, el problema que
advierte Marcuse es que la desaparición del trabajo no tiene nada que ver con
la reducción del tiempo fuera de casa para ganar erotismo y pasiones, sino más
bien la desaparición del trabajo como forma y como fuerza.
A diferencia de quienes piensan que
el final de la utopía de Marcuse fue lo que el mismo anunció ―una
perogrullada―, yo creo que la propuesta aún sigue fincada en los proyectos. Su
entrada a la sociedad moderna antidemocrática la hace confrontarse con los
principios positivistas de la ciencia, y supongo que ahí es donde se encuentra
aún, así que el supuesto error de Marcuse no tiene lugar en el estar-haciendo.
La salida la encuentro en la nueva
antropología, o sea, en una nueva idea de hombre, al que Marcuse alude. En Eros
y Civilización lo había adelantado: el trabajo puede organizarse socialmente
entre las “inclinaciones instintivas del hombre” y el “trabajo socialmente
necesario”. A quienes le reviran que eso es imposible, una utopía,
precisamente, Marcuse les dice que las condiciones están dadas incluso en la
sociedad industrial, es cuestión de una organización y coordinación entre
fuerzas teóricas y prácticas, a lo que más tarde llamaría “revolución”.
Quizá sea porque mis intereses están
muy bien delimitados en estos momentos, pero sospecho que es en el trabajo
―incluso si es alienado― donde Marcuse ve la posibilidad de vindicar el final
de la utopía que propuso. El trabajo ―el espacio material del trabajo― produce
sentimientos gregarios y entre los trabajadores puede aparecer aquel hombre con
una nueva antropología que apuntale las ideas con las prácticas de sus
compañeros. Además Marcuse dice algo importante: la explotación de la fuerza de
trabajo es indispensable en la sociedad industrializada, entonces es el lugar
donde surge la oportunidad. Eliminar la explotación del trabajo ―esto es,
desaparecer el trabajo― “se mina esta condición del poder”.
Claro, corro el riesgo de suponer una
apología a la violencia necesaria en Hebert Marcuse, y no sé sí es así, no
obstante, y en mi defensa lo digo ahora, el final de la utopía está en la nueva
antropología que sugiere y en la articulación entre trabajo y trabajo alienado.
El filósofo dice, recuperando a Marx, que el trabajo sencillamente no se puede
suprimir, pero en el lenguaje sí se puede transitar de uno a otro a partir de
las condiciones sociales. Entendámonos, el trabajo está relacionado, según
Marx, más con la naturaleza que con la vida cotidiana; pero en cambio el
trabajo alienado sí tiene que ver con el mundo de la vida, su relación con la
naturaleza se delimita en tiempos y producción definidos por el dueño de la
fábrica, por ejemplo. El trabajo alienado irrumpe en la subjetividad con la que
el hombre vive, y nos enteramos de que no sabe por qué hace lo que hace, por
qué su otro compañero hace lo mismo durante muchas horas durante muchos días y
por muchos años.
En resumen, el trabajo alienado
aliena también el mundo de la vida. Pero quieto aquí, no por esto último es una
perogrullada, entiendo que en Marcuse el repertorio de acciones justifica el
hecho teórico en su práctica; eso ya había quedado claro en "Eros y
Civilización" y "El hombre unidimensional".
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