“Escribir sirve para exorcizar los demonios”, es un lugar común de la escritura creativa y la producción de contenido académico. Nada más falso, en realidad, creo yo, escribir implica abrir las fauces y tragar todo lo que la lectura no pudo ofrecer. Es decir, escribiendo uno termina de merendarse las migas de pequeños demonios que quedaron por fuera del plato fuerte.
Se escribe porque se ha leído ─soy irreductible en esto─ y así se
rechazan o se reformulan ciertos argumentos del autor, pero también se confirma
lo que en un principio nos mantenía dudando, y si me apuran, en realidad se
termina de leer un libro cuando por fin nos decidimos a escribir sobre él o a
partir de él. Sea como fuere, la cosa es que lo leído en el presente tiene una
onda de representación que alcanza varios meses después, muchos años adelante
y, me han contado viejos lectores, hasta toda la vida ─una vez me confesó un ya
anciano bibliotecario que deseaba que en su último aliento lo único que le
viniera a la memoria fuera la frase más bonita que hubiera leído en su
infancia─.
Entonces, los fervientes lectores no solo andan buscando el siguiente
libro para devorárselo, también se quiebran la cabeza preguntándose “¿y ahora
qué hago con esta novela leía, con este ensayo subrayado?”. No hay respuestas
claras, pero César Rendueles (Girona, 1975) nos viene a decir que a veces
sirven para diagnosticar el estado histórico de una sociedad. No es que la
literatura sustituya a las ciencias sociales o a la filosofía, pero sí que nos
recuerda el tipo argumentos, contextos y hasta formas de manifestación amorosa,
en las que se presentaba la vida cotidiana de los personajes, sus modos de
establecer relaciones personales, sus oficios y sus beneficios, sus manías que
nunca vienen solas, siempre están ahí sus fobias. Por ejemplo, en las novelas
contemporáneas de principio del siglo que corre, los personajes parecen tener
todo el tiempo del mundo durante la trama, nunca van al trabajo, o trabajan
desde casa; es decir, un obrero es un personaje casi inexistente actualmente,
pero abundan los repartidores de pizza y los jóvenes que alcanzan un alto mando
de empresa y son sumamente seductores.
Sí, dirán ustedes que como estos nuevos personajes hubo en la literatura
clásica. Díganme cuántos y con qué frecuencia. Los leo. Lo que Rendueles
comunica en la tesis de este ensayo-crónica de lectura es más interesante: el
capitalismo no solo ha sido estudiado por la economía, la historia, la política
o la filosofía, también ha sido narrada; se pueden seguir ciertas pistas en
novelas clásicas hasta aquellas de mitad del siglo pasado, y con una lectura
crítica se logra dar con las pautas de comportamiento de los personajes, de los
contextos en los que existieron y, sobre todo, en la estructura de pensamiento
o psicología colectiva en la que manifestaron sus deseos, pasiones o temores. Y
todo esto, según el argumento de “Capitalismo canalla” hay elementos emergentes
del capitalismo cabrón que hoy no cupo en suerte.
Yo digo que Rendueles, autor también de “Sociofóbia. El cambio político
en la era de la utopía digital” (Debate, 2015) tiene razón. Quizá yo parezca un
poco benevolente en esta parte, pero creo que los lectores de ciencias sociales
y literatura universal no hacen una lectura paralela, mucho menos descansan con
narrativa iberoamericana o norteamericana después de una larga jornada de
estudio de la filosofía alemana. En lo absoluto. La literatura y las ciencias
sociales hacen parte, en realidad, de un arqueo de revisión, de un programa de
investigación que los hace imposible de distinguir. Ojo, que no digo que los
argumentos estén en ambos territorios, hay que ser caradura para eso, pero lo
que sí digo es que el argumentario de las ciencias sociales se despliega en la
narrativa universal. Claro, podemos discutirlo cuando quieran.
Hay un eje central en el que navega la pesquisa de César Rendueles, y
este es el trabajo. En las novelas que este autor ha leído y que trae a cuento
para escribir “Capitalismo canalla”, los personajes tienen vidas cotidianas, es
decir, desayunan, cortan el césped los domingos antes del almuerzo, pasan al
supermercado de camino a casa, contestan el teléfono y piden pizzas para la
serie de fin de semana, cruzan la cuadra, odian al vecino, hacen el amor con su
mujer… o con la mujer del vecino, pero sobre todo trabajan para desquitar el
día siguiente o para conseguirse un arma y asesinar a su enemigo. Parece que
Rendueles quiere decirnos algo obvio, pero que nadie había notado: la vida,
siempre frágil, se sostiene de un monstruo que su proceder lo hace,
precisamente, un reverendo canalla. Es el capitalismo, y desde siempre, es
decir, desde mitad del siglo XVII hasta “La habitación oscura” de Isaac Rosa ha
estado ahí, inoculado en el espíritu de la época posmoderna, que es la que
ahora estamos tratando de comprender y que, cuando justo le hemos pillado la
forma, nos cambian el argumento.
Es increíble lo que el autor encuentra en una obra juvenil respecto al
capitalismo de entonces y la voracidad de la de ahora, va línea por línea y
donde brinca el detector se detiene y escarba. A veces, pienso yo, no es
importante lo que encuentra, pero igual nos lo comparte: describe la escena,
luego va a Marx o Weber y concluye. La fórmula parece sencilla, quizá esto sea
la única crítica que pudiera hacerle, sobre todo porque, igual que él, creo que
la literatura puede dar más de sí, bien sea como andamio o bien como
argumentario o bien, ya puestos, como conclusión. Como sea, “Capitalismo
canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura” viene
a mostrarnos ─y creo que a demostrarlo todo─ que leer lento, largo, sin moverse
del asiento, no siempre es estar sin hacer nada.
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