John Soto, personaje de Érase una vez en el Chocó, tiene una facilidad para meterse en problemas. Retirado del ejército y viviendo de forma sencilla y tranquila en su casa de Bogotá, decide ayudar a su vecina Lola, cuyo padre ha desaparecido en el Chocó, en un pueblo alejado de todo y muy cerca de la selva del Darién, en el Pacífico Colombiano. Soto apenas conoce a su vecina, y si aceptó ir tras las pocas pistas del viejo extraviado, fue porque aquél se llevó algo que le pertenecía y necesitaba recuperarlo.
Sí, vuelvo a la literatura que habla de la costa pacífica de Colombia,
donde la densidad de la selva se mezcla con la sábana del mar y por largos y
caudalosos ríos, como el Atrato ―otra vez el Atrato―.
Cristian Valencia ganó el Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar”
por dar su opinión en su columna de El tiempo, y de él se dijo que es un
periodista que no necesita levantar la voz, mucho menos insultar a sus
aludidos, pues su pluma lleva la suavidad de quien anuncia lo preciso y con eso
basta para hacerse escuchar. Mario Mendoza, quien fuera su profesor de
Introducción a la literatura, dice que las historias de Cristian Valencia
suceden lejos de Bogotá, lejos de todos los centros, y por eso mismo hay que ir
hasta allá, donde el periodista toma notas de lo que ve, de lo que le dicen y
de lo que le responden cuando él pregunta. Érase una vez en el Chocó es
el resultado de continuos viajes a esa zona con la que el país tiene una deuda
histórica, y al revisar sus cuadernos de notas entendió que aquello no podía
ser una crónica, ni una columna, ni un reportaje, “la novela sería la única
forma de abarcarlo todo”.
Entonces aparece John Soto, que durante seis días se lanza a la aventura
temeraria donde conoce a un niño sociópata, a un “paisa” de los que siempre
andan buscando dónde hay negocio para volverse rico, a una joven
afrodescendiente con una astucia para escapar de los problemas y con una buena
voluntad para ayudar al ingenuo “blanquito” bogotano. Lo que parecía ser un
viaje sencillo donde había que preguntar por un hombre viejo desaparecido, se
convirtió en un revoltijo de malentendidos por parte de narcotraficantes,
bandidos, pistoleros, prostitutas y una población negra que desconfiaba de lo
diferente.
Después de haber leído Esta herida llena de peces de
Lorena Salazar Masso, Las estrellas son negras de Arnaldo
Palacios, y ahora Érase una vez en el Chocó de Cristian Valencia, temo
que la constante de la literatura que alude al pacífico colombiano tenga por
constancia la batalla simbólica y real entre negros y blancos, o como se me
presentó en repetidas ocasiones en estas novelas, entre los blancos y los
malos. No me crean tan ingenuo, lo que quiero decir es que a ratos me parecía
que Cristian Valencia y sus otros dos colegas escritores, no pudieron escapar
de una evidencia historia, donde negros y blancos colombianos encuentran más de
una frontera entre ellos, en lo racial, en lo económico, en lo geográfico, en
lo lingüístico, en lo físico, etcétera. Y es en esta multitud de demarcaciones
donde surge lo inaprensible con literatura y sale a relucir la hybris
ingrata de la antropología.
En lo absoluto estoy diciendo que Érase una vez en el Chocó es un
fallido intento literario de la negritud cotidiana en el Chocó, pero sí afirmo
que en más de un pasaje se tornó en una débil antropología que unificó en el
chocoano negro las sociopatías que existen entre los blancos de Bogotá o
Medellín o Cali. Si estoy bien informado, no han sido precisamente negros
colombianos los que han convertido a este país en uno de los más violentos de
América Latina, y que la crisis económica, política y sanitaria no ha sido
responsabilidad, creo yo, de la tipología que Cristian Valencia formuló en su
novela. Pero venga, quién soy yo para decir esto de una obra que me gustó y de
un periodista que desde ya he comenzado a leer todo lo que encuentro de su
autoría en la red.
No obstante, Cristian valencia logra, a través de las introspecciones de Soto, descifrar las condiciones jodidas de los habitantes de esta zona del país, de cómo la violencia y el “traqueteo” se ha vuelto no solo cotidiano sino que necesario si no se quiere morir de hambre. Además, en esta novela se suma algo que quizá los colombianos no desconozcan, pero es menester insistir en ello: no todos los chocoanos la pasan fatal, pues los hay que son ricos, que son poderosos, que viven una vida acomodada, que disfrutan de influencias y nepotismos, y quizá ni siquiera se enteran de las vidas precarias a su alrededor. Así, la batalla ya no es solo entre blancos contra “malos”, sino entre “negros buenos” y “negros malos”. Es decir, la maldad, que para algunos filósofos es inherente al ser humano, se ha inoculado entre la élite blanca bogotana, caleña y paisa, así como entre los poderosos del pacífico colombiano. Esto, sin duda, Valencia lo ha desplegado de manera magistral.
Por otro lado, y asumiendo mi lugar como lector de Érase una vez en
el Chocó, la novela a ratos se me presentó inverosímil; en más de un
momento. Me explico: si Soto fuera un periodista en vez de un exsoldado,
seguramente el ritmo y la narración de los acontecimientos resultarían más
creíbles; pero se trata de un bogotano que sin más se lanza al peligro y quizá
por suerte o por fortuna ―o porque Cristian Valencia así decidido resolverlo en
la narración― salía ileso y beneficiado en cada una de las situaciones
peligrosas. No me malinterpreten, lo que pasa es que a mí no me bastó con que
Valencia perfilara a Soto como alguien que se metía en problemas con facilidad,
porque de esa manera la trama dejaría de sostenerse, y las tensiones se
resolverían con la facilidad de quien se salva de ser asesinado porque su
homicida es alérgico a la nuez y fue justo lo que su cómplice ―desarmado
además― le ofrece unos segundos antes de que jale el gatillo del revolver. Pero
bueno, insisto, quién soy yo para decir estas cosas de la novela.
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