lunes, 21 de junio de 2021

"Érase una vez en el Chocó" de Cristian Valencia


John Soto, personaje de Érase una vez en el Chocó, tiene una facilidad para meterse en problemas. Retirado del ejército y viviendo de forma sencilla y tranquila en su casa de Bogotá, decide ayudar a su vecina Lola, cuyo padre ha desaparecido en el Chocó, en un pueblo alejado de todo y muy cerca de la selva del Darién, en el Pacífico Colombiano. Soto apenas conoce a su vecina, y si aceptó ir tras las pocas pistas del viejo extraviado, fue porque aquél se llevó algo que le pertenecía y necesitaba recuperarlo.

Sí, vuelvo a la literatura que habla de la costa pacífica de Colombia, donde la densidad de la selva se mezcla con la sábana del mar y por largos y caudalosos ríos, como el Atrato ―otra vez el Atrato―.

Cristian Valencia ganó el Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” por dar su opinión en su columna de El tiempo, y de él se dijo que es un periodista que no necesita levantar la voz, mucho menos insultar a sus aludidos, pues su pluma lleva la suavidad de quien anuncia lo preciso y con eso basta para hacerse escuchar. Mario Mendoza, quien fuera su profesor de Introducción a la literatura, dice que las historias de Cristian Valencia suceden lejos de Bogotá, lejos de todos los centros, y por eso mismo hay que ir hasta allá, donde el periodista toma notas de lo que ve, de lo que le dicen y de lo que le responden cuando él pregunta. Érase una vez en el Chocó es el resultado de continuos viajes a esa zona con la que el país tiene una deuda histórica, y al revisar sus cuadernos de notas entendió que aquello no podía ser una crónica, ni una columna, ni un reportaje, “la novela sería la única forma de abarcarlo todo”.

Entonces aparece John Soto, que durante seis días se lanza a la aventura temeraria donde conoce a un niño sociópata, a un “paisa” de los que siempre andan buscando dónde hay negocio para volverse rico, a una joven afrodescendiente con una astucia para escapar de los problemas y con una buena voluntad para ayudar al ingenuo “blanquito” bogotano. Lo que parecía ser un viaje sencillo donde había que preguntar por un hombre viejo desaparecido, se convirtió en un revoltijo de malentendidos por parte de narcotraficantes, bandidos, pistoleros, prostitutas y una población negra que desconfiaba de lo diferente.

Después de haber leído Esta herida llena de peces de Lorena Salazar Masso, Las estrellas son negras de Arnaldo Palacios, y ahora Érase una vez en el Chocó de Cristian Valencia, temo que la constante de la literatura que alude al pacífico colombiano tenga por constancia la batalla simbólica y real entre negros y blancos, o como se me presentó en repetidas ocasiones en estas novelas, entre los blancos y los malos. No me crean tan ingenuo, lo que quiero decir es que a ratos me parecía que Cristian Valencia y sus otros dos colegas escritores, no pudieron escapar de una evidencia historia, donde negros y blancos colombianos encuentran más de una frontera entre ellos, en lo racial, en lo económico, en lo geográfico, en lo lingüístico, en lo físico, etcétera. Y es en esta multitud de demarcaciones donde surge lo inaprensible con literatura y sale a relucir la hybris ingrata de la antropología.

En lo absoluto estoy diciendo que Érase una vez en el Chocó es un fallido intento literario de la negritud cotidiana en el Chocó, pero sí afirmo que en más de un pasaje se tornó en una débil antropología que unificó en el chocoano negro las sociopatías que existen entre los blancos de Bogotá o Medellín o Cali. Si estoy bien informado, no han sido precisamente negros colombianos los que han convertido a este país en uno de los más violentos de América Latina, y que la crisis económica, política y sanitaria no ha sido responsabilidad, creo yo, de la tipología que Cristian Valencia formuló en su novela. Pero venga, quién soy yo para decir esto de una obra que me gustó y de un periodista que desde ya he comenzado a leer todo lo que encuentro de su autoría en la red.

No obstante, Cristian valencia logra, a través de las introspecciones de Soto, descifrar las condiciones jodidas de los habitantes de esta zona del país, de cómo la violencia y el “traqueteo” se ha vuelto no solo cotidiano sino que necesario si no se quiere morir de hambre. Además, en esta novela se suma algo que quizá los colombianos no desconozcan, pero es menester insistir en ello: no todos los chocoanos la pasan fatal, pues los hay que son ricos, que son poderosos, que viven una vida acomodada, que disfrutan de influencias y nepotismos, y quizá ni siquiera se enteran de las vidas precarias a su alrededor. Así, la batalla ya no es solo entre blancos contra “malos”, sino entre “negros buenos” y “negros malos”. Es decir, la maldad, que para algunos filósofos es inherente al ser humano, se ha inoculado entre la élite blanca bogotana, caleña y paisa, así como entre los poderosos del pacífico colombiano. Esto, sin duda, Valencia lo ha desplegado de manera magistral. 

Por otro lado, y asumiendo mi lugar como lector de Érase una vez en el Chocó, la novela a ratos se me presentó inverosímil; en más de un momento. Me explico: si Soto fuera un periodista en vez de un exsoldado, seguramente el ritmo y la narración de los acontecimientos resultarían más creíbles; pero se trata de un bogotano que sin más se lanza al peligro y quizá por suerte o por fortuna ―o porque Cristian Valencia así decidido resolverlo en la narración― salía ileso y beneficiado en cada una de las situaciones peligrosas. No me malinterpreten, lo que pasa es que a mí no me bastó con que Valencia perfilara a Soto como alguien que se metía en problemas con facilidad, porque de esa manera la trama dejaría de sostenerse, y las tensiones se resolverían con la facilidad de quien se salva de ser asesinado porque su homicida es alérgico a la nuez y fue justo lo que su cómplice ―desarmado además― le ofrece unos segundos antes de que jale el gatillo del revolver. Pero bueno, insisto, quién soy yo para decir estas cosas de la novela.


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