Ayer por la tarde terminé
de leer Larga distancia (Malpaso, 2017) de Martín Caparrós
(Buenos Aires, 1957), su primer conjunto de crónicas publicado originalmente en
1992. En su momento Tomás Eloy Martínez dijo de esta obra que en ella,
Caparrós recuperaba la vieja tradición de los cronistas y que además la
renovaba. Malpaso Ediciones, en su colección Lo real, ha
recuperado aquellas palabras en forma de prólogo, y en éste se puede leer lo
siguiente: “Lo mejor de Larga distancia está, sin embargo, en esa zona
equívoca donde las crónicas se entretejen con la historia y la historia con la
ficción”. El mismo Martín Caparrós lo ha dicho en otro lugar, la crónica ―Lacronica, dice él― tiene
algo de historia y mucho de ensayo, pero sobre todo conecta con el yo que ve y
después decide contarlo. Este libro se trata del viaje, de las vicisitudes de
partida y el arribo al destino, de los planes antes de irse y las fórmulas
necesarias para regresarse al punto de origen con las historias que se fueron a
buscar.
El autor ha viajado por el
mundo, pero no de un solo tirón, más bien va y vuelve, va y vuelve, sin duda es
una forma de estar en este planeta que nos cupo en suerte. Llega a Bolivia y
después parte a Hong Kong, y escribe lo que ahí vio, ofrece el ambiente en el
que respiró y el lector, definitivamente, no puede más que creerle y decir “sí,
sin duda, ahí estuvo este hombre”. Y uno lee y entiende que Bolivia no es lo
mismo que Lima, Brasil o Haití, y lo sabe porque cada historia es distinta,
porque la descripción del autor define los límites, marca las fronteras y no
hay forma de mezclar lo duro con lo suave. “Es un maestro de la atmósfera”
dicen algunos y creo que le viene bien ese letrero. Y charla con la gente, y
crea un perfil del Che y uno más de Malcom Lowry y hasta
uno de Borges, y después cuenta una historia de las que vienen en los
libros de Historia. Todo esto lo sostiene con el ensayo, que es el secreto,
creo yo, del que puede ser considerado el mejor cronista vivo de
Hispanoamérica.
A Martín Caparrós le gusta
comer, degusta los alimentos. Pero comer es un acontecimiento, lo sabe el
viajero, el cronista, así que en ese instante todo se detiene, o más bien le
para bolas a lo que en ese momento está sucediendo: la comida. Y lo describe, y
le da nombre, y dice si le gusta o no le gusta, y mientras come ―mientras leemos que come― habla de las
contradicciones que China tiene con el progreso, la modernidad y su historia
milenaria, nos cuenta de la Bolivia Cocacolera y de un indígena que se llama
Evo Morales y que se ha puesto a la delantera de un sindicato para echarle bronca
al gobierno en turno. Estamos en 1992. Yo creo que come el cronista porque no
porque el cuerpo se lo exija, sino por el placer de comer lo que el cuerpo no
precisamente necesita. El cuerpo. El del Che, por
ejemplo, donde aparece en una foto que mira hacia el futuro, con los cabellos
al aire y la boina calada. Lo asesinaron en La Higuera, una localidad de
Bolivia donde se ve el busto del revolucionario argentino-cubano, y hasta allá
fue el cronista a preguntarle a la gente cómo es vivir ahí, qué significa
habitar en el lugar donde murió el modelo del “hombre nuevo”.
“Ya nadie pide larga distancia” dice el
cronista en una especie de interludio de capítulos, ahora todo es directo y en
tiempo real, eso es lo que quiere decir el autor. Ya nadie se cuela a una
caseta de teléfono a esperar que la recepcionista nos mande al otro lado del
mundo, ahora todo está en la palma de la mano y basta con que el otro esté al
pendiente de la notificación para reducir las distancia. Para eso sirven los
viajes, creo yo, y lo digo porque me lo hace creer este libro, sirven para
sostener el tiempo pasado, no porque haya sido mejor, sino más bien porque siempre
es robusto, lo que pasa es que hay que poner más atención, ahora hay que mirar
con más tiempo y paciencia. Todo esto es de lo que ahora carecemos. Y empacamos
ligeramente porque queremos llegar lejos, porque el viaje, de alguna manera, es
acortar la distancia con lo que dejamos y acercarnos más a nosotros. Viajar,
siempre viajar, que, sin duda, se completa con regresar. Pero si el regreso, si
este retorno, no es para contar lo que se vio porque eso se fue a buscar, mejor
que no volvamos hasta dar con aquello.
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