jueves, 29 de julio de 2021

“La condición posmoderna” de Jean-François Lyotard


Se publicó en 1979 con un subtítulo interesante: “Informe sobre el saber”. Su principal objetivo era ofrecer una descripción epistemológica de la posmodernidad, criticando las metanarrativas o metarrelatos que caracterizaron a la modernidad. Sin duda, no es poca cosa, sobre todo porque Jean-François Lyotard (1924-1998) asegura en esta obra que la transición estaba completada, y además desarrolló un método de estudio para comprender este giro: los juegos del lenguaje. Hizo un movimiento interesante que consistió en sacar el lenguaje de la lógica y desplegarlo en el uso ordinario, y qué hay más ordinario que la ciencia que siempre ha buscado ser la norma de todo. Desde aquí Lyotard llevaba media partida de ventaja.

La posmodernidad tiene que ver con las sociedades altamente desarrolladas, eso nos dice Lyotard, la condición del saber ha tomado otra forma, y sí, precisamente una de menos alcance pero que alcanza para todo. Es decir, los programas de investigación en las universidades tienen una salida distinta, ya no hacia la sociedad, al menos ya no directamente, antes pasa por una serie de filtros empresariales y computacionales que formatean su lenguaje y le procura uno más novedoso. Solo hasta este momento su consumo está disponible en un mercado académico. Esta es una nueva cultura, muchachos, se llama cultura posmoderna de la sociedad industrial avanzada.

La hipótesis es sencilla, como para no romperse la cabeza, muy posmoderna digamos: si la sociedad entra a una forma posindustrial ―léase “Crítica de la modernidad” de Touraine― es indudable que el saber, que el conocimiento científico, haga exactamente lo mismo. ¿Cómo es esto? Lo dicho antes, se reformula el lenguaje a través de los juegos del lenguaje de uso cotidiano. Ojo, sí que hay una simplificación de los saberes, pero no porque los saberes carezcan de sentido y rigurosidad, no, qué va, el secreto está en la comunicación científica, en la dosificación del informe del saber que se haga sobre el conocimiento. Dicho de manera más sencilla: el monstruo como a veces se nos presenta el conocimiento puede ser un simple cachorro si el juego del lenguaje posmoderno así lo decide.

¿Por qué? Si pillamos lo de la sociedad postindustrial no hay dificultad en descifrarlo: “El saber es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción: en los dos casos, para ser cambiado”. Ahí queda dicho. Es decir, pierde algo que los marxistas llaman “valor de uso”. Claro, Lyotard las lleva claras, sabe que el Estado jugará un papel importante, sobre todo si decide no jugar ningún papel, o sea, con que sea mediador entre los “decididores” de la sociedad posindustrial y la sociedad de consumo bastará, pero si pretende regular el producto que se vente con las formas de su compra, entonces será una especie de estorbo e incomodidad. Pero Lyotard no se preocupa por esto, sabe que en estas condiciones estamos, sabe que para ya vamos y sabe, a juzgar por el tiempo, que en esas seguiremos un buen tramo todavía.

Lyotard no discute con los modernos, básicamente ya no les sirve para legitimar los conocimientos. Los metarrelatos, nos dirá, vienen de tan lejos que ya están agotados, ya no llegarán muy lejos. En cambio los microrrelatos antes que intentar alcanzar el horizonte decidieron algo más inteligente: colarse a la universidad ―gran centro de legitimación de los saberes― y salir de ahí hecho ideología que la masa consumirá gracias a los medios de comunicación que por entonces, y más ahora, eran descomunalmente masivos. Aquí seamos pocos benevolentes: Lyotard sabe que los juegos del lenguaje tienen un punto de partida, este es el enunciado, o sea, el decir que esto es y por eso mismo esto vale. Pero eso no es todo, el lenguaje no logra nada en esta medida moderna, necesita algo más ―varias obras de Foucault ayudarían a resolver este tema―, a saber, que los juegos del lenguaje tiene que pasar de enunciar un ser a unas prácticas performativas, es decir, a un hacer.

Lyotard sabe que la Escuela de Frankfort lo intentó: una filosofía social emancipatoria que implicaba una práctica disciplinada por parte del hombre. Pero Lyotard sabía algo más que no aparece de Horkheimer, Adorno y Marcuse ―en Habermas sí―: la emancipación individual puede deslindarse de la emancipación colectiva. Es decir, lo colectivo no le sigue a lo individual, la conciencia de clase no implica una revolución, esto es lo que nos está diciendo el filósofo francés. Y pues eso, ahí nos agarró dormidos y nos dios un par de zapatazos del que no podemos todavía levantarnos.

Para Horkheimer y Adorno el conocimiento definía en buena parte el funcionamiento de la sociedad, sobre todo en el sujeto revolucionario que cambió radicalmente: el abandono de Marx y la adopción de Nietzsche es lo que puso todo de cabeza. Lyotard dice que no es así, que el conocimiento no define el funcionamiento de la sociedad, al menos si hablamos de una gran maquinaria, los metarrelatos ―marxismo, psicoanálisis, cristianismo― o una posición política y ética por parte de un gobierno de turno. Entonces, Lyotard lo sabe y lo dice: hay que mediatizar los metarrelatos y las éticas y las políticas, y fabricar ―sí, fabricar― un lenguaje que contenga un nuevo discurso sobre todas las cosas. Si me apuran, y esto Lyotard no lo supo, la posmodernidad es ahora la gran mitología que nos tiene a todos los que queremos encontrarle permanencia a lo vertiginoso con un fuerte dolor de cabeza.

En resumen, lo que está en disputa ―ora en forma de saberes o juegos de lenguaje, ora en forma de ideología o estructura de conocimiento― es el discurso que nombra y que dispone una serie de prácticas por parte del hombre. De esto va todo, saberes, lenguajes, metarrelatos y lo que les venga en gana, devine prácticas humanas. Dicho de otra forma, los patrones de comportamiento con los que socializamos realmente no son tan genuinos, están anclados en una familia de discursos que ahora mismo, en estos mismos momentos, están en pleno Ragnarök tratando de encontrar un nuevo mito, un nuevo metarrelato. Maldita sea, la posmodernidad lleva la ventaja.

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