Se publicó en 1979 con un subtítulo interesante: “Informe sobre el saber”. Su principal objetivo era ofrecer una descripción epistemológica de la posmodernidad, criticando las metanarrativas o metarrelatos que caracterizaron a la modernidad. Sin duda, no es poca cosa, sobre todo porque Jean-François Lyotard (1924-1998) asegura en esta obra que la transición estaba completada, y además desarrolló un método de estudio para comprender este giro: los juegos del lenguaje. Hizo un movimiento interesante que consistió en sacar el lenguaje de la lógica y desplegarlo en el uso ordinario, y qué hay más ordinario que la ciencia que siempre ha buscado ser la norma de todo. Desde aquí Lyotard llevaba media partida de ventaja.
La
posmodernidad tiene que ver con las sociedades altamente desarrolladas, eso nos
dice Lyotard, la condición del saber ha tomado otra forma, y sí, precisamente
una de menos alcance pero que alcanza para todo. Es decir, los programas de
investigación en las universidades tienen una salida distinta, ya no hacia la
sociedad, al menos ya no directamente, antes pasa por una serie de filtros
empresariales y computacionales que formatean su lenguaje y le procura uno más
novedoso. Solo hasta este momento su consumo está disponible en un mercado
académico. Esta es una nueva cultura, muchachos, se llama cultura posmoderna de
la sociedad industrial avanzada.
La
hipótesis es sencilla, como para no romperse la cabeza, muy posmoderna digamos:
si la sociedad entra a una forma posindustrial ―léase “Crítica de la
modernidad” de Touraine― es indudable que el saber, que el conocimiento
científico, haga exactamente lo mismo. ¿Cómo es esto? Lo dicho antes, se
reformula el lenguaje a través de los juegos del lenguaje de uso cotidiano.
Ojo, sí que hay una simplificación de los saberes, pero no porque los saberes
carezcan de sentido y rigurosidad, no, qué va, el secreto está en la
comunicación científica, en la dosificación del informe del saber que se haga
sobre el conocimiento. Dicho de manera más sencilla: el monstruo como a veces
se nos presenta el conocimiento puede ser un simple cachorro si el juego del
lenguaje posmoderno así lo decide.
¿Por
qué? Si pillamos lo de la sociedad postindustrial no hay dificultad en
descifrarlo: “El saber es y será producido para ser vendido, y es y será
consumido para ser valorado en una nueva producción: en los dos casos, para ser
cambiado”. Ahí queda dicho. Es decir, pierde algo que los marxistas llaman
“valor de uso”. Claro, Lyotard las lleva claras, sabe que el Estado jugará un
papel importante, sobre todo si decide no jugar ningún papel, o sea, con que
sea mediador entre los “decididores” de la sociedad posindustrial y la sociedad
de consumo bastará, pero si pretende regular el producto que se vente con las
formas de su compra, entonces será una especie de estorbo e incomodidad. Pero
Lyotard no se preocupa por esto, sabe que en estas condiciones estamos, sabe
que para ya vamos y sabe, a juzgar por el tiempo, que en esas seguiremos un
buen tramo todavía.
Lyotard
no discute con los modernos, básicamente ya no les sirve para legitimar los
conocimientos. Los metarrelatos, nos dirá, vienen de tan lejos que ya están
agotados, ya no llegarán muy lejos. En cambio los microrrelatos antes que
intentar alcanzar el horizonte decidieron algo más inteligente: colarse a la
universidad ―gran centro de legitimación de los saberes― y salir de ahí hecho
ideología que la masa consumirá gracias a los medios de comunicación que por
entonces, y más ahora, eran descomunalmente masivos. Aquí seamos pocos
benevolentes: Lyotard sabe que los juegos del lenguaje tienen un punto de
partida, este es el enunciado, o sea, el decir que esto es y por eso mismo esto
vale. Pero eso no es todo, el lenguaje no logra nada en esta medida moderna,
necesita algo más ―varias obras de Foucault ayudarían a resolver este tema―, a
saber, que los juegos del lenguaje tiene que pasar de enunciar un ser a unas
prácticas performativas, es decir, a un hacer.
Lyotard
sabe que la Escuela de Frankfort lo intentó: una filosofía social emancipatoria
que implicaba una práctica disciplinada por parte del hombre. Pero Lyotard
sabía algo más que no aparece de Horkheimer, Adorno y Marcuse ―en Habermas sí―:
la emancipación individual puede deslindarse de la emancipación colectiva. Es
decir, lo colectivo no le sigue a lo individual, la conciencia de clase no
implica una revolución, esto es lo que nos está diciendo el filósofo francés. Y
pues eso, ahí nos agarró dormidos y nos dios un par de zapatazos del que no
podemos todavía levantarnos.
Para
Horkheimer y Adorno el conocimiento definía en buena parte el funcionamiento de
la sociedad, sobre todo en el sujeto revolucionario que cambió radicalmente: el
abandono de Marx y la adopción de Nietzsche es lo que puso todo de cabeza.
Lyotard dice que no es así, que el conocimiento no define el funcionamiento de
la sociedad, al menos si hablamos de una gran maquinaria, los metarrelatos
―marxismo, psicoanálisis, cristianismo― o una posición política y ética por
parte de un gobierno de turno. Entonces, Lyotard lo sabe y lo dice: hay que
mediatizar los metarrelatos y las éticas y las políticas, y fabricar ―sí,
fabricar― un lenguaje que contenga un nuevo discurso sobre todas las cosas. Si
me apuran, y esto Lyotard no lo supo, la posmodernidad es ahora la gran
mitología que nos tiene a todos los que queremos encontrarle permanencia a lo
vertiginoso con un fuerte dolor de cabeza.
En resumen, lo que está en disputa ―ora en forma de saberes o juegos de lenguaje, ora en forma de ideología o estructura de conocimiento― es el discurso que nombra y que dispone una serie de prácticas por parte del hombre. De esto va todo, saberes, lenguajes, metarrelatos y lo que les venga en gana, devine prácticas humanas. Dicho de otra forma, los patrones de comportamiento con los que socializamos realmente no son tan genuinos, están anclados en una familia de discursos que ahora mismo, en estos mismos momentos, están en pleno Ragnarök tratando de encontrar un nuevo mito, un nuevo metarrelato. Maldita sea, la posmodernidad lleva la ventaja.
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