Jean Baudrillard es un filósofo francés y profesor de sociología nacido en 1929 y muerto en marzo de 2007. Considerado como uno de los críticos culturales más potentes del siglo pasado. Su obra, en conjunto, versa en torno al análisis de la posmodernidad y la filosofía posestructuralista. En 1968 publica “El sistema de los objetos” (Siglo XXI, 1970), libro basado en su tesis doctoral sostenida ante semejante triunvirato: Henri Lefebvre, Roland Barthes y Pierre Bourdieu.
Sumado a “El sistema de los objetos”,
están un par de libros más donde este pensador francés insiste en que el
problema del capitalismo ronda más bien en el consumo antes que la producción.
A saber: “La sociedad de consumo” de 1970 y “Crítica de la economía política
del signo” publicado dos años después, en 1972. Lo que provoca el giro de su atención
en el consumo antes que en la producción es el “signo” producido por los
objetos. Siguiendo un pensamiento situacionista, Jean Baudrillard intuye que el
consumismo ha dominado todo el territorio de la vida cotidiana. Todo esto se
puede porque Baudrillard astutamente ha abandonado el discurso de la naturaleza
y ha centrado sus intereses filosóficos en el lenguaje. Es decir, el
capitalismo todo él es un lenguaje.
La tesis parece sencilla: es el
consumo lo que despliega la lógica de las significaciones ―“significante” dicen
los lacanianos, teoría a la que Baudrillard acude una vez y cada vez―. Vayamos
a ver qué significa esto.
El objeto está determinado por sus
funciones, por su materialidad y las características de estos. Hay un objeto
que sirve para vivir, pero ese mismo objeto gana un “significante” ―pueden
ponerle cualquier otro nombre, la cosa es que algo gana y es simbólico―. En
todo caso, a esto se le llama valor y ofrece este cambio de signo.
Pero podemos detenernos un poquito.
Baudrillard dice que los objetos tienen un sistema. La pregunta genealógica se
abalanza perezosamente sobre él, cualquiera que éste sea. ¿Qué es un sistema y
porqué sostiene el despliegue de los objetos? Se trata de elementos que están
interconectados y que su funcionamiento, es decir, su esencia, depende de esto.
Así, un sistema es algo que funciona, y todo lo que funciona busca una
consecuencia, o sea, su accidente. El libro que aquí nos ocupa, a decir de
Baudrillard, sería el consumo en relación con el sujeto consumidor, que es el
actor principal de la sociedad “posindustrial” del “capitalismo tardío” u, otra
vez, cómo ustedes prefieran llamarlo: ¡sociedad posmoderna!
Claramente el pensador francés nos
habla de un sistema de lenguaje, uno conceptual que va por la vida definiendo
todo lo que se le ponga en el camino. Y entonces están los objetos. ¿Qué son
estos? No hay que desplegar tanto el pensamiento, partamos de algo sencillo:
son cosas. Así nada más, cosas como sillas, televisores, casas, vestidos o un
par de tenis. Baudrillard comienza reconociendo lo que ya todos sabemos: hay
una producción descomunal de objetos, por cualquier lado que volteamos hay
cosas que nos inundan, algunos más funcionales que otras, pero en cualquier
caso, de principio, tienen que funcionar. Un objeto es algo que adquiere
materialidad, pero una casa es un objeto para vivir, así adquiere un signo, un
“significante”. Es la tuerca que sostiene la sociedad de consumo, parece
decirnos el filósofo francés.
Pero yo quiero entender por dónde le
entra el agua al coco: ¿de dónde viene este “significante” de los objetos”? Su
génesis está lejos de la sociedad de consumo, primero porque la gente compra
por sistema, y si bien sus acciones son genuinas, sus motivaciones están en
otra parte; en segundo lugar, porque el consumo es un performance, es decir,
patrones de comportamiento que responden a cánones discursivos que alivian la
incertidumbre cuando se siguen. En este segundo lugar es donde puedo encontrar
algunas pistas.
Ya queda claro que mi hipótesis de
lectura es que el sistema en este ensayo de Baudrillard es semántico. Y es él
quien dota de recursos lingüísticos a los engranajes de eso que llamamos
sociedad de consumo, justo donde los objetos están entramados por su signo ―por
lo que significan, pues―, por su valor de cambio. Por eso un objeto que sirve
para vivir puede ser una casa de interés social, un chale o, en el más extremo
de los casos, una residencia en los pedregales y galeras al sur de la Ciudad de
México o en el norte de Bogotá. En todo caso, el objeto, si nietzscheano
quieren ser, sufre una transvaloración que lo hace significar algo
completamente distinto a su génesis, algo que, incluso, lo puede llegar a
negar, pero no por eso lo desaparece.
Puede sonar raro y poco riguroso ―o
sea, posmoderno― esto que voy a decir: la cosa es dejar actuar a los objetos
―dejar actuar sus signos― y descubrir en qué lugar el sistema ubica al sujeto.
Esto es rebasar a Marx y atorarse con Lacan. El sujeto se separa completamente
del objeto, es cartesiano, porque pensar desprende el existir. Con Lacan el
sujeto y el objeto son lo mismo, porque el sujeto, en mejor instancia, es
lenguaje. Por esto mismo es superar ―o creer haber superado― a Freud, porque la
historia y la cultura ofrecen la ontología del individuo. Pero Baudrillard no
se desprende completamente de este asunto, su preferencia situacionista lo hace
volver al marxismo constantemente, pero se escapa ―parece intentarlo varias
veces en el libro― cuando sospecha que las respuestas las encontrará en el
signo en tanto elemento fundamental del lenguaje.
No digo que Baudrillard haya dado al
traste el viejo humanismo del proyecto moderno, o si me esperan, hasta del
humanismo renacentista, aún más robusto que aquél. Pero el final de su ensayo
advierte un nuevo humanismo del consumo, el cual consiste básicamente en que
“el fin último de una sociedad de consumo […] es la funcionalización del propio
consumidor, la manipulación psicológica de todas las necesidades; una
unanimidad del consumo que corresponde, por fin, armoniosamente a la
concentración y al dirigismo absoluto de la producción”. Si bien es una
conclusión que deriva de un largo argumentario por parte de Baudrillard, no
podemos estar muy de acuerdo con ella.
El humanismo renacentista y el que
propone el proyecto moderno desplegado en la Escuela de Frankfurt, está lejos
del hombre manipulable, pues es la razón quien debe gobernar sus patrones de
comportamiento. La razón le es inherente y está sentenciado a ella. Sí, Marcuse
nos recordó, siguiendo a Freud, la parte pulsional del principio de la
realidad, pero la multidimensionalidad no era imposible, en realidad, no dijo,
es la sustancia del hombre, lo otro es un accidente para restaurar. Baudrillard
se burla en mi cara diciendo que “La sociedad de consumo […] ofrece al
individuo, por primera vez en la historia, una posibilidad de liberación y de
logro total” porque ha dejado atrás el consumo funcional y ahora se trata de
una elección individual. Maldita sea, Baudrillard tiene razón, pero sigo sin
estar de acuerdo.
Baudrillard habla de un lenguaje
completamente nuevo, ya hemos dejado claro esto, lo ha ofrecido el sistema
semántico de la sociedad “posindustrial” o “posmoderna”. Y es verdad. Mi
desacuerdo está en que para Baudrillard este lenguaje parece genuino, genealógico,
y eso es mentira, según yo, porque se trata de un sistema programado no por los
sujetos-actores de la “posmodernidad”, nada menos cierto que eso, se trata,
precisamente, de un sistema programado y recodificado, pero no inercialmente,
no devino, me niego a esa tesis, pues su origen está en la tradición emergente
del neoliberalismo y el libre mercado que ―agárrense― está coludido con la
posmodernidad en tanto familia discursiva salida de la universidad e inoculada
en la sociedad de saberes prácticos de la industria productora de objetos.
Mi problema es que todo esto se
convierte en formulaciones de un pathos obligado, de patrones de comportamiento
que niegan los resultados mediáticos. El ejemplo claro son las psicoterapias
que presumen de “originales” por combinaciones de representaciones antes que de
“significantes”. “Neuroeducación” dicen unos con la boca llena,
“neuromarketing” lanzan otro aberrantes, “el camino del guerrero” como
terapéutica asumen muchos ingenuos. Y qué decir de las “psicoterapias
filosóficas” donde la lista es larga y a toda terapéutica se le pone un
adjetivo muchas veces absurdo. El objeto, a decir de Baudrillard ―y no hay más
que estar de acuerdo con él― ha sido rebasado por un nuevo lenguaje y, en
última instancia, es lo que la sociedad de consumo nos ofrece como el único
idioma que el sistema tiene y con el que estamos en contacto. En este sentido,
la disputa está aquí y hay que partirse el lomo para no volver a perder.
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