Fue publicada originalmente en 1949, pero se dice que los disturbios del
9 de abril de 1948 se quemaron. Ese día se conoce entre los colombianos como el
“Bogotazo”. Fue asesinado el líder liberal Jorge Eliecer Gaitán por mano de Juan
Roa Sierra. El acontecimiento dividió desde entonces violentamente a la
población civil entre liberales y conservadores, así fue como el país entró en una
de sus épocas más violentas de la historia reciente. Varios edificios del
centro de la ciudad fueron incendiados por las revueltas populares, entre
ellos, según me han informado mis amigos, el Ministerio de educación donde “Las
estrellas son negras” estaba a punto de ser concluida por su
autor. Pocas semanas después fue rescrita, recuperando el recuerdo y a paso
firme. Hay quien dice que la versión quemada era más larga y representaba una
mejor versión. Entonces, qué bien que no hubiera visto la luz.
Arnoldo Palacios |
Los que han leído esta obra de Arnoldo Palacios (Certegui, 1924 – Bogotá, 2015) han dicho que la historia que ahí se cuenta no es el de la miseria, que desde siempre ha azotado a la mayoría de los habitantes de ese territorio; de eso no quiere dar testimonio. En cambio se trata del revolcadero psicológico y estomacal que esa pobreza constante, y por eso mismo estructural, causa en hombres y mujeres. La miseria provoca nauseas, eso es lo que han dicho. Claro, Irra sabe que en esa ciudad “cosmopolita” también hay blancos y ya no son muy extraños, porque coincidentemente son los que tienen dinero y no andan mendigando el fiado en la tienda de la esquina. Pero alguien lo ayuda a caer en una cuenta: los blancos también son pobres pero lo disimulan muy bien. Eso le viene bien a Irra, a todos los negros del Chocó, porque no están solos, porque la patada en la cara es compartida, porque la satisfacción es que el blanco también la pasa mal. La victoria es pírrica, pero es la única que han obtenido.
Irra sueña con matar a un importante del pueblo, sospecha que es la manera de saciar la rabia, de convertir la venganza en la posibilidad de redimir su miserable vida. Pero ni mata ni se redime, está sentenciado a esa eterna condición. Ahora bien, que Irra se dé cuenta de lo jodida que es su vida y de todos los que lo rodean, habla bien de él, vamos, que de pronto es muy listo. Pero yo no me lo creo tanto, porque la pobreza si bien tiene sus excepciones, en general es una bestia que todo lo traga, incluso la inteligencia y la intuición. Quizá por eso en una tienda alguien lee en voz alta unas columnas del periódico que viene desde la capital, la ciudad de los más blancos de Colombia: es una voz liberal que pone palabras y frases que describen lo que Irra ―y su pueblo― está experimentando en ese momento. Y es así como Irra sabe que su vida está completamente jodida.
No seré yo quien confirme que Irra tiene todos los motivos que lo hagan querer matar a alguien, pero sí puedo tener certeza de algo: sentir hambre durante dos días seguidos y llegar a casa donde hay menos que nada, sin duda causa rabia, y con un poco de inteligencia progresista hasta indignación. Entonces, sospecho, es una especie de conservadurismo lo que hace que ese confinamiento eterno de los negros se fortalezca con el paso de los años ante ese exterior blanco. Por eso las estrellas tiene que ser negras, porque las coordenadas son otras. Arnoldo Palacios lo sabía: imposible creer que podamos ser iguales, es difícil hacernos creer que en este mundo su pueden tener los mismos derechos y las mismas oportunidades. Me parece, y aquí me arriesgo un poco, que los colombianos tienen una batalla perdida desde que la política puso sobre la mesa la cuestión de la identidad. Como alguien dijo alguna vez: todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros.
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