miércoles, 20 de marzo de 2019

Reseña de "La melancolía de los feos" de Mario Mendoza | ¿Comparendo a los afectos?


¿Quién quiere leer a Mario Mendoza (Bogotá, 1964) en una época como ésta que de por sí está hecho nada? Los hay, bien sea porque en el aeropuerto, antes de abordar el avión, los cautivó la portada de La melancolía de los feos (Planeta, 2016) y pagaron sin saber lo que se iban a encontrar a más de 800 kmph. También están los vituperados por la vida que siempre es perra, aquellos que notan que no avanzan después del acontecimiento que la psiquiatría y el psicoanálisis han determinado como el estado postraumático. Leen —leemos quiero decir— a Mario Mendoza, aquellos que “estamos del otro lado de la línea”. Ya instalados nos queda la necedad del recuero que, aunque sabemos que nos hará comer mierda, nos hace volver compulsivamente al día de la caída porque siempre ha sido la única oportunidad de salvar el pellejo y los afectos.

En la época de la talla de los almacenes y del gimnasio de camino a casa, la fealdad dejó de ser personaje y la melancolía nos fue arrebatada como derecho a la imaginación y el atrevimiento. Lo sabe nuestro rolo autor, que antes de biografiar a Simón Bolívar, a Eliécer Gaitán Jaime Garzón, prefiere contar la historia del taxista, del vendedor de empanadas que ha recibido un comparendo por la policía de Macondo, de la chica trans que se volvió asesina, o de esa Colombia —ay, mi colombita— que convierte en asunto de Estado las predicciones de un pitoniso. Por eso es que cabemos todos en un mundo donde casi no nos mezclamos, bien porque en las historias de Mario Mendoza hay quien se sabe víctima y, sin me esperan, por ahí asoma su cara sínica el ejecutor, el que dio la orden, el que pagó, el que no quiere saber nada de nosotros los feos. 

Y es que la fealdad es un estado de ánimo de lo político; está muy lejos de la chata idea de que se trata de un proceso sociocultural que de pronto nos nombró y ya no pudimos escaparnos del discurso —lo que quiero mostrar es que nadie levanta la mano para decir que fue él quien lastimó al otro, menos lo hará para decir “yo soy feo”, habrase visto semejante cosa—. Pero en La melancolía de los feos alguien asumió el papel que le otorgaron desde pequeño y se dio a la tarea de vivir. No estoy hablando de resiliencias de poca monta, estoy hablando de seguir con el formato cultural de lo asignado: el feo mata, miente, lastima, se droga, viola, ejecuta, le parte la cara al burlón, abraza a la prostituta y muestra que a pesar de tanta mierda que nos cae en forma de lluvia, siempre se puede llevar a cabo —se puede intentar— un acto que ennoblezca la calidad humana en tiempos adversos. La fealdad —melancólica sólo cuando se alude a ella entre guapos de abdomen a cuadros—, sin que nos enteráramos, se convirtió en adjetivo de lo negativo. Los feos somos, por decirlo a bocajarro, el estado de incompletitud de lo que varios de mis amigos llaman la vida moderna con grandes oportunidades de éxito.

León, uno de los personajes de La melancolía... es un psiquiatra que lleva una vida ordinaria: de su casa al hospital, del hospital a su casa. Con una indisposición —quizá incapacidad, habría que pensarlo bien— a entablar relaciones sentimentales; cuando la tuvo, la chica sufrió de una gran depresión que convirtió aquel pretexto de la felicidad en lo más nefasto que pueda experimentar un joven médico con aspiraciones de éxito. Bogotá es el escenario del presente, donde León recibe una serie de cartas de parte de Alfonso, un jorobado, enano, calvo y más deformidades, pero también era su amigo de la infancia. Alfonso admira a Batman, el hombre murciélago, sobre todo porque éste no tenía poderes, más bien suficiente dinero para poder ajustar las ortopedias de la vida y actuar como un salvador de Ciudad Gótica.

¿Por qué serían amigos un chico flagelado en la espalda por alguno de sus padres separados y que eventualmente descubre que es adoptado, y otro que dentro de la barriga de su mamá estuvo sometido a medicamentos antipsicótico que impactó directamente en sus malformaciones (su monstruosidad), y al que nunca le mostraron un gesto de afecto? Sí, por eso: por la perra vida que a veces se ensaña con los más pequeños. Esto es suficiente para ser amigos por siempre. En las cartas, Alfonso le escribe a su amigo de la infancia que llevará a cabo una gran hazaña (aquí está el pasado de La melancolía de los feos que fue escrita en dos tiempos y una voz distinta en cada uno de ellos): girar el mundo en una nave que él mismo construirá y que en el mar lo pille el final de todo, volviendo al recuerdo arcaico de ese líquido materno que abraza y que, según dicen los que saben, sella inconscientemente el futuro del que va a nacer en medio del trauma, del acontecimiento.

Mario Mendoza muestra en La melancolía de los feos que las grandes historias están llenas de lo cotidiano. Así que en su narrativa se da a la tarea de doblar una esquina con el detalle que requiere ese acto que parece de lo más simple —no es flojo como narrador, pues, eso quiero decir—; pero, asimismo, esta obra muestra un trabajo de investigación —no sólo de curiosidad, que conste— sobre enfermedades psiquiátricas, la vida de grandes viajeros y alusiones a la mitología griega que se insertan a la perfección y necesariamente en la trama de estos dos amigos miserables. Esto da muestra del calibre del escritor como maestro en Literatura Latinoamericana por la Pontifica Universidad Javeriana. Nuestro autor bogotano se embolsó el Premio Biblioteca Breve Seix Barral con Satanás en 2002; del 2015 a la fecha ha incursionado en la literatura juvenil con su turbo-saga El mensajero de Agatha que hasta ahora ya suman 10 títulos que se han vendido como vacuna recién descubierta y que promete la vida eterna a los sublimes hijos de Eva. 

En fin, la prosa de Mario Mendoza, junto con la de Santiago Gamboa, es una nueva oportunidad para dejar descansar por fin el Realismo Mágico del chingonsísimo y mexicanísimo Gabriel García Márquez y al hiperrealismo de rompemadres y también mexicano —ay, mis amigos colombianos— Fernando Vallejo. Ha llegado el momento, según pienso yo, de abandonar el barroquismo y el costumbrismo para instalarnos en el modo cotidiano de lo feo, donde no hay más que escribir con melancolía para saber que se está hablando con verdad

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