Claro, también yo creo que cuando uno se despide tanto es porque menos ganas tiene de irse. No obstante, estoy convencido de que es más difícil partir que quedarse viendo cómo se aleja el viajero. Lo primero tiene que ver con el hecho de que la despedida, curiosamente, se ancla con la memoria, el que se va recuerda lo que vivió en cada sitio visitado y lamenta todo aquello que dejó pendiente.
Y digo que es más difícil irse antes que
quedarse porque el que se va, en cierto modo, carece de todo aquello que tienen
los que se quedan: tiempos, ritmos, esquinas, referencias, itinerarios
cotidianos, etc. A lo mucho, el que siempre se anda yendo tiene una libreta en
la que apunta cosas, notas que quizá no vuelva a revisar nunca, pero confía que
así se amarra mejor la memoria. Es discreto durante su estancia, casi no habla,
salvo cuando pregunta, porque en el fondo lo que quiere es escuchar, ver,
sentir a los locales. Porque sabe que eventualmente se irá, entonces recoge
todo lo que puede.
El amor por el movimiento perpetuo tiene un
instante que desbarata hasta al más experimentado viajero. Se trata de ese
momento que toma forma del último día de estancia, de los abrazos finales que
sellan un agradecimiento y que así intentan meter todo lo que se pueda a la
mochila que siempre es ligera. Y los corazones sensibles no hacen más que
llorar, como si así las despedidas valieran la pena; a los menos impávidos los
lleva a aprovechar los minutos y van y dicen y hacen lo que no se atrevieron a
decir y hacer en su momento oportuno.
A los que después de una buena temporada de
estancia en su viejo pueblo o ciudad les toca regresarse por donde vinieron,
saben de lo que estoy hablando. Yo a veces me tengo que despedir de gente que
amo, bien sea porque me tengo que regresar a mi país, bien sea porque tengo que
seguir dándole sentido a mi extranjería y sigo andando cada vez más lejos.
Apunto lugares y el día y la hora en que estuve ahí; es más, creo que en alguna
ocasión describí el gesto de una chica, la risa blanca de un chico de Quibdó,
los ojos viejos de una pareja antigua. A veces, simplemente, escribo
“Droguería” y dibujo una carita sonriente. Es que me tengo que ir y me quiero
llevar al menos esto.
El viaje implica un camino. Entonces el camino
es la falla de la estructura. No hace parte del sistema, en realidad es lo que
nos saca de él. De esto es que va la novela cotidiana “El camino” de Miguel
Delibes, un escritor español nacido en Valladolid, España, en 1920, que cuenta
ese momento en que el mundo de Daniel, el Mochuelo, se tambalea y a este niño,
casi adolescente, le toca acelerar el oficio de vivir para no quedarse varado
en mitad de la nada, es decir, entre su pueblo y ese sitio que pinta en su
nuevo horizonte: su padre le ha dicho que tiene que irse a la ciudad a estudiar
para poder progresar, para que sea “alguien en la vida” y no un quesero como su
viejo. Esto implica alejarse de Roque, el Moñigo, su mejor amigo, quien en más
de una ocasión lo salvó frente a los cabrones que pretendían molestarlo en la
escuela. También tiene que alejarse del lugar donde emergieron los recuerdos
con German, el Tiñoso, que con la desdicha que le cupo en suerte, la urgencia
de regresar el tiempo era mayor en el Mochuelo.
Luego vino el amor para Daniel de la mano y la
boca de Mariuca-Uca ─el Uca es porque descendía de su madre que también se
llamaba Mariuca─, pero al principio el Mochuelo renegaba de ella, aunque la
niña hizo lo suyo y él comenzó a sentir cosas ─le dijo que le gustaba mirarlo─,
sobre todo en ese instante del que les hablo, cuando ya todo está dicho y se
sabe que no habrá un siguiente día, que es el último antes de irse. La cosa es
que Daniel, el Mochuelo, descubre la amistad y la complicidad, los sentimientos
encontrados y la claridad de las emociones causadas por una niña de su edad y
por la Mica que era mayor que él. Las cicatrices reales y aquellas que son
simbólicas también se recogen en un pueblo lleno de campos, pájaros, vecinos,
iglesias, tiendas y muchas historias de vida. “El camino” de Delibes viene a
recordarnos que lo insignificante cuando se hace cotidiano se puede narrar de
forma descomunal, como lo hizo este español con gran afecto a la caza y a los
viajes.
Supongo que ustedes van a leer “El camino” y se
reconocerán en la historia, o reconocerán a alguien más. Sucederá porque es la
diáspora que marcó a aquellas viejas generaciones. Del campo a la ciudad, de un
país a otro, de un amor a otro amor… Y es que el camino, en realidad, siempre
lleva a lo desconocido, siempre aleja más que trae de regreso, porque a la
vuelta uno ha perdido mucho en su ausencia breve o prolongada. Insisto, el
camino rompe la estructura y uno anda mareado porque no sabe bien a bien cuál
es el lugar que le toca. Que se sepa de una buena vez, el camino cuando aleja y
es el mismo que hace regresar, pone sobre la mesa el hecho de que uno es de
donde salió, pero desde entonces ha dejado de pertenecer a ese sitio.
Releo el final de “El camino” y me parece
doloroso. Porque quien recuerda es un niño que comenzará a tener “progreso”,
porque se va, irse por el camino es progresar, el movimiento perpetuo está
asociado a progresar, es decir, a tener más dinero, a ser el alcalde, a pagar
por ropa cara y todas esas cosas que se logra si se coge el camino correcto, y
éste casi siempre está en otra parte, lejos del pueblo.
Los recuerdos pesan, porque en ellos se recogen
alegrías, pero también dolores con forma de muertos, regaños, pérdidas,
carencias y precariedad. Pero frenen de golpe y piénsenlo bien, el pasado
menesteroso vindica el presente por más lastimero que se esté presentando. En
fin, eso de irse siempre resulta familiar para mí. Daniel, el Mochuelo, lo
descubriría con cada uno de sus regresos para rencontrarse con todo aquello que
dejó, pero que, en su ausencia, sin sus ojos de testigo, cambiaron y de cierta
forma él ya estará un poco fuera de los planes y las rutinas. El regreso del
que se fue siempre es un dato extraordinario que altera la cotidianidad.
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