jueves, 16 de diciembre de 2021

“La tiranía del mérito” de Michel J. Sandel

 

Del tirano se puede decir, por un lado, que es alguien que accede al poder de manera ilegítima o a través del uso de la violencia; también se puede reflexionar en torno al modo en que el tirano ejercer el poder sobre la población. Si pensamos con Maquiavelo, no es precisamente una connotación negativa la que vamos a encontrar, pues según él esta es la manera de proceder de un “nuevo príncipe”; pero, por otro lado, en tiempos modernos y contemporáneos surge el contenido peyorativo del término, ahora el tirano es más bien un hombre rapas en política que se aprovecha de los beneficios de su posición económica o familiar para usurpar espacios de ejercicio de poder. La tiranía, entonces, se trata de mecanismos que reflejan desde el acceso y ejercicio del poder en espacios políticos, económicos, laborales y educativos, hasta prácticas humanas que, a decir de Michel J. Sandel (Mineapolis, 1953) implican una pugna entre los beneficiados y el resentimiento de aquellos que están en la escala más baja de la renta.

Por otra parte, el mérito es el valor que se le otorga a las cosas que nosotros hacemos y que por ello creemos merecer lo que tenemos. Sandel escribe esto en la página 98: “la creencia en la eficacia del trabajo como camino hacia el éxito pone de manifiesto la convicción generalizada de que somos dueños de nuestro destino, de que nuestro futuro está en nuestras manos”. Si lo decimos del modo menos inteligente y por ello más vulgar y ofensivo: “uno es pobre porque quiere”. Nuestro autor no está de acuerdo con esta hipótesis que en más de una ocasión ha sido refutada, considera que uno no puede ser el único dueño de su destino, porque aquel genio generador de un desarrollo tecnológico tuvo a su paso a su familia que quizá lo financió, o a su maestra de colegio que le enseñó a sumar y a leer, o a sus amigos que en un momento le ofrecieron buenas ideas, también a sus profesores de universidad que le recomendaron los libros que lo hicieron cambiar de perspectiva. En fin, “la eficacia del trabajo” no es más que una mínima parte del engrane social y contingente del éxito. Pues bien, la tiranía de la meritocracia se encarga de hacernos creer todo lo contrario y convierte la excepción en la regla a seguir. Claro, Sandel cuestiona lo injusto que puede resultar esto para la gente menos beneficiada, a la que se le ha obligado a creer que por no haber hecho lo correspondiente no obtiene los beneficios del “sueño americano”.

El problema, nos dice Sandel, no es que los méritos carezcan del valor que se les ha asignado, el conflicto está en el modo en que se supone operan en el ingreso a una universidad, en los puestos del alto cargo en el gobierno o en la postulación de un empleo en una empresa tecnológica. Entrar a estos espacios de poder ―el salario, los varios ceros en nuestros cheques, no es más que poder, partamos siempre de ahí―, son más consecuencia del pedigrí familiar, la posición económica y la sobrevaloración de credencialismo universitario. Y aquí encuentro el punto que me interesa explorar en “La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?” (Debate, 2020). Yo sostengo en mi tesis doctoral que el trabajo, más allá del repertorio de actividades físicas e intelectuales en un puesto de trabajo o en un empleo, se trata en realidad de algo más profundo: es un productor y organizador de subjetividades con la que experimentamos nuestras vidas cotidianas a partir de relaciones humanas vinculares y aquellas que son colectivas mediadas por las instituciones. Así de complejo me parece a mí. A esto, creo yo, Sandel le llama “bien común”, lo que hagamos, que el valor que se le ha asignado a nuestro trabajo debería, en el mejor de los casos, beneficiarnos a todos, desde la maestra que enseña a leer, a escribir y a sumar, hasta el “trabajador” ―se refieren al obrero u operario― que construye carreteras siguiendo las instrucciones de un ingeniero y un topógrafo. Lo que no hay en el mérito es su antiguo contenido crítico, nos dice Sandel, ahora el mérito no está en el proceso de trabajo sino en el resultado inmediato: adquirir un puesto de alto mano y sumar varios ceros a nuestro salario. Esto aleja del valor del bien común a la maestra y al “trabajador”, y, según la hipótesis psicológica de Sandel, genera resentimiento en esta población en contra de aquellos que, se supone, han adquirido los beneficios que ellos jamás encontrarán… ni siquiera se preocuparán en buscarlo.

Sandel dice que mientras nosotros no entendamos que “todos estamos en esto”, será difícil recuperar los valores morales que el mérito tenía en sus principios: cuando el trabajo duro y constante realmente lograba que un obrero sin título universitario pudiera tener acceso a una vivienda, a un salario digno y poder enviar a sus hijos a la universidad o al hospital. Eso ha desaparecido, pero no es lo peor, sucede que el trabajo nos define como seres humanos, y quien con su trabajo no logre llenar la nevera a fin de mes es porque “algo no hicieron bien o dejaron de hacer lo correcto”. Sandel sospecha que la difusión por parte de los políticos y medios de comunicación de que el trabajador precario tiene lo que merece por no ser inteligente en sus decisiones, ha generado un desprecio por la élite que eventualmente ha sido usado por los “populistas” que logran que la población electora vote a Trump o elija el Brexit. La referencia de nuestro autor es mayormente los Estados Unidos, un poco menos Europa y Asia, y más bien nada de Latinoamérica, pero el fenómeno no nos resulta ajeno en el “subcontinente”, y me parece que no sucede en menor medida que en aquellos lugares ―aquí tenemos una fauna interesante también―. La separación entre los “inteligentes” y los “no inteligentes” ―entre los que entraron a una universidad de alto prestigio y los que ni siquiera se asomaron a los campus estatales― ha roto con el “bien común”, ha alejado a estas dos poblaciones que, curiosamente, es la que más vota y por eso mismo se convierten en agentes a cautivar para que la élite que tanto se odia se mantenga o ingresen a los espacios de poder ―la tiranía del mérito en todo su despliegue―.

Ahora bien, Michel Sander es un profesor de filosofía política y moral en Harvard, así que su técnica es precisa y teórica a la hora de exponer su postura en “la tiranía del mérito”. Veamos, es fácil identificar “Los fundamentos de la libertad” de Hayek y la “Teoría de la justicia” de Rawls en un diálogo constante a la hora de definir si la meritocracia puede continuar por el mismo camino o es necesario llevarlo a la discusión pública para su mayor beneficio, para “el bien común”. El primero dice que el mercado no premia a los más talentosos, sino que “simplemente reflejan el valor que los consumidores otorgan a los bienes y servicios que los vendedores ofrecen (Sandel, 2020: 165); en otras palabras, e insistiendo en el punto, el éxito es más contingente que meritorio ―y no, no hay mérito en saber qué vender en cierto momento; lo que se hace es una explotación de los deseos del consumidor y en eso no hay nada de meritorio―. En “Teoría de la justicia” Rawls nos dice que no por poner a competir a todos en las mismas condiciones habrá justicia, pues en realidad el problema está en la estructura, es decir, el ingreso a Harvard lo puede hacer un heredero multimillonario o el hijo de un “operario”, pero que el segundo pueda pagar las colegiaturas es otra cosa. Así que el problema está en otra parte, por eso el bien común es la piedra en el zapato que tenemos que vigilar constantemente.

Weber dejó claro en “La ética protestante y el espíritu capitalista” un profundo análisis del mérito con relación al trabajo: ¿cómo es que cierta ética religiosa puede determinar el espíritu de un modelo económico? Por la meritocracia nos hubiera dicho Weber, porque finalmente el protestantismo luterano y calvinista no fueron más que una nueva narrativa de que hay que dejar de hacer cosas y comenzar a hacer otras ―trabajar como enfermos, por ejemplo― para salir del purgatorio y ganarnos el cielo. Weber deja claro que esa ética prevalece en estos tiempos contemporáneos y la posmodernidad se ha encargado de hacer de las suyas con sus principios para favorecer a una colusión que mantiene desde finales del siglo pasado con el neoliberalismo.

Observemos pues el triunvirato de Sandel, el filósofo político; lo demás en referencial en “La tiranía del mérito”, hay un exceso de datos, de estadísticas, que al ser analizados le permiten al autor lanzar conclusiones muy poderosas que confirma por qué le fue otorgado el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018 por una élite que confía plenamente en el discurso de la meritocracia, el que tanto critica nuestro autor, no obstante, esto no deprecia la importante obra de este señor.

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