Vuelvo a Herbert Marcuse, y claro que es complicado el retorno. Ahora lo hago con un texto de 1964, "El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada". Antes me dediqué a estudiar "Eros y Civilización" (1955) y "El final de la utopía" (1968), entonces me interesaba comprender cómo hizo el autor para recuperar al proletariado como sujeto revolucionario propuesto por Marx y soslayado por Adorno y Horkheimer en "Dialéctica de la Ilustración" (1944), asimismo, quería entender el optimismo de Marcuse al decir que cuando una utopía desaparece es porque se ha alcanzado, y que el sentido de las utopías no es su imposibilidad sino el trabajo práctico e intelectual para lograrlo. En todo caso, los dos textos me remitían al trabajo del hombre en tanto relación de poder.
Ahora
estoy buscando algo muy preciso: ¿Qué clase de hombre es éste que el filósofo
germano-estadounidense considera que ha sido sentenciado a una sola dimensión,
poniendo en duda el sentimiento de unidad casi biológica para hacer frente a
las fuerzas ideológica de lo que él llama la “sociedad industrial avanza”? Me
preocupa, por supuesto, que las esperanzas de Marcuse aquí se manifiesten como
gritos de auxilio, como quien reconoce que la empresa es difícil de ganar, pues
solo un milagro colectivo podría retrotraer la avanzada de una ideología
suficientemente potente como para mermar la fuerza del sentimiento colectivo.
Este tiempo que nos está tocando experimentar parece decirnos que no tuvimos
tanta suerte.
Desde la
página veinticinco (Editorial Planeta-De Agostini, 1993) Marcuse nos dice que
las dos hipótesis de trabajo con las que desarrollará su investigación, en
cierto momento, chocarán entre sí. La primera viene a decir lo siguiente: la
sociedad industrial avanzada, a través de la potencia ideológica que la
sostiene, suprime cualquier voluntad colectiva que pudiera producir algún tipo
de “cambio cualitativo”; sin embargo, este proceso político choca con la
segunda hipótesis, a saber: estos diques ideológicos generan “fuerzas y
tendencias” que se han ido acumulando y eventualmente lograrán hacer “estallar
la sociedad”. Plantear así los dos presupuestos es lo que permite a Marcuse
desplegar la idea de que el hombre tiene un sentimiento gregario nato, es
decir, biológico, lo que significa que invariablemente buscará colectivizarse.
Así, el hombre no es unidimensional, más bien multidimensional. No obstante,
observa el autor, las otras dimensiones se han ido vaciado del contenido
crítico que les da significado, ahora el hombre es individualista y adherido a
ciertos patrones de comportamiento relacionados con el mercado y el consumo. La
coerción ya no es militar, la fuerza es sutil, inconsciente, el hombre se
siente bien en la soledad, en la incomunicación con el resto de los compañeros
del trabajo y, sobre todo, alejado de las narraciones utópicas que alguna vez
movilizaron al proletariado. ¡Pero no es demasiado tarde!, parece querer
decirnos el libro.
Pero
vayamos paso a paso, a ver si podemos aclarar esto.
El
objetivo de la sociedad industrial avanzada es el control, pero las formas no
son las mismas, la novedad es que la fuerza física se ha eliminado, es más
sutil decíamos arriba. La producción de objetos busca satisfacer las
necesidades básicas de los hombres, con esto, nos dice Herbert Marcuse, se
elimina la autonomía de los individuos porque la sociedad se organiza de forma
estratégica donde basta con necesitarlo y ahí está el satisfactor. Lo que nos
quiere decir el autor es que el sentido crítico del sujeto ha desaparecido, con
esto también desaparece la “oposición política”, la tensión necesaria. La
sociedad industrial avanzada sabe que el hombre unidimensional desea
tecnologías y técnicas que alivien su trabajo, que le hagan sentir que la
fuerza corporal que aplica es menos que antes, así que la “civilización
industrial” interesada en la inmovilización de los individuos echa mano de ese
recurso y a través de los medios de masa insiste en que los objetivos de
bienestar se van logrando.
Veamos
cómo es esto, lo explica bien el autor: en las sociedades precapitalistas, el
obrero era una bestia de carga, la fuerza aplicada a través de su cuerpo era
inmenso y el agotamiento igual. En la sociedad industrial avanzada el trabajo
está organizado, lo que hay es una rutina y repetición de las tareas que le
permite al trabajador desgastarse menos. El cambio es definitivo. Pero no es
completamente cierto, el síntoma está en otra parte: “La máquina parece dar un
ritmo adormecedor a sus operadores” precisa Marcuse en la página cincuenta y
seis. O sea, Marcuse no niega que la explotación laboral era más que evidente
en las sociedades precapitalistas, no obstante, en las sociedades industriales
avanzadas eso realmente no ha desaparecido. Es por esto por lo que se acude al
lugar común en torno a “El hombre unidimensional”, donde se dice que se trata
de una crítica a las sociedades occidentales que presumen de ser democráticas
cuando en realidad en ellas prevalece la explotación del hombre por el propio
hombre, es decir, del hombre pobre por el hombre rico, la explotación del
trabajador por parte del patrón.
Claro, Marcuse no es ingenuo, el marxismo que él
vindicó no era el mismo, en su revolución teórica era necesario transitar del
capitalismo al socialismo, pero a través de una revolución política: “el
proletariado destruye el aparato político del capitalismo” nos dice en la
página cincuenta y dos, “pero conserva el aparato tecnológico sometiéndolo a la
socialización”. Se trata, dicho de otra forma, de hacer lo que falta con lo que
ya está pero sabiendo que ahora está en nuestras manos. La nueva sociedad que
se busca tiene que sostenerse en una “racionalidad tecnológica” que hasta ese
momento era utilizado para una destrucción irracional.
Esto
sucede porque en el capitalismo avanzado el trabajo está mejor organizado y así
manifiesta su diferencia con la automatización, porque lo que la teoría
marxista quiere es que la fuerza de trabajo humano no sea prescindible, que
cada producción material tenga el sello del “trabajo fisiológico”, esto, no
cabe duda, y lo reconoce Marcuse, parece convertir el progreso técnico en una
suerte de enemigo a vigilar, porque todo lo que esta sociedad avanzada tiene a
la mano termina por convertirlo en “progreso” a costa de la explotación del
hombre por el hombre, son como los daños colaterales que conviene ocultar para
mostrar únicamente el flamante objeto tecnológico en los mostradores de
cristal. A Marcuse le preocupa algo, la sexualidad, que no es una excepción en
la asignación de un signo a partir de un contexto. La pregunta inmediata ronda
la génesis de la sexualidad y su derivado como objeto de intercambio, pero, más
profundamente, del paso de la represión moral o los gritos de su liberación y
fiscalización.
En fin,
la batalla no es contra otro que el lenguaje inmerso en el concepto. Se trata
de defender el concepto universal, que siempre sea universal, porque la
sociedad industrial avanzada busca su traducción a niveles operacionales
negando que se trata más bien de una reducción del pensamiento. Marcuse
reconoce que este intento no es mala idea, finalmente la filosofía se trata de
esto, de ir al paso de antagonismos y disputarse la razón en cada momento. “La
filosofía se origina en la dialéctica” nos dice nuestro autor en la página
ciento cincuenta y tres, “su universo del discurso responde a los hechos de una
realidad antagónica”. Es menester sostener el concepto universal como único
valor en las reflexiones filosóficas, porque solo desde ahí se puede alcanzar
“el dominio sobre los casos particulares”.
“Bien
definidos en su alcance y en su función, los conceptos se convierten en
instrumentos de predicción y de control” afirma el filósofo optimista en la
página ciento sesenta y cinco, y lo dice porque sabe que la filosofía es
descriptiva, pero también es normativa y prescriptiva, o sea, nos dice dónde
estamos y cuáles son las fórmulas más aceptadas para comportarnos. No estoy muy
seguro de que Marcuse haya augurado la potencia devastadora del neoliberalismo,
pero de algo no tengo la menor duda, su discípulo más destacado, Jürgen
Habermas, encontró una salida al pensamiento de su maestro y demás compañeros
de la primera generación de la Escuela de Frankfort: la posmodernidad emergería
indudablemente de las brevas donde se creía estaban fundiéndose para nunca más
asomar sus narices. La crítica a la modernidad iniciada por Nietzsche y después
por Heidegger, hasta alcanzar a Foucault ―maldita sea―, estaba,
paradójicamente, en el argumentario con el que se pretendía defender lo
defendible del proyecto moderno.
El optimismo no renuncia a la confrontación directa, al contacto a puño y a martillazos. No hay más alternativa que la dialéctica para buscar alguna definición, incluso cuando es la genealogía la que ponemos a disposición de la aventura. La cosa es tener claro que el movimiento va de lo que no es a lo que llegará a ser. De un punto al otro está el posible trauma, el dolor de la filosofía, que, dicho sea de paso, por ser seria jamás prometió el pomelo en la boca. “El desarrollo de elementos contradictorios, que determina la estructura del objeto, también determina la estructura del pensamiento dialéctico” dice nuestro autor en la página ciento sesenta y nueve. Y a eso se lanza Marcuse en "El hombre unidimensional", como quien ha aceptado su derrota, pero la de una batalla, apenas tarde, porque sabe que la arena de combate sigue ahí y pareciera que era necesario comenzar perdiendo. En fin, eso es lo que hay. No obstante, y para terminar, la cura de las ilusiones, los engaños, las oscuridades del pensamiento, los enigmas, las preguntas sin respuestas y los espectros, requieren de una filosofía fortalecida desde la dialéctica, de esto, desafortunadamente, no hay quien nos salve.
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