Tom Dieusaert dijo en alguna parte que todos los viajes, de algún modo, tienen que ver con el amor. Vamos en busca de alguien, o salimos huyendo pero dejando gotas de sangre del corazón roto como pistas que delatan nuestras coordenadas. Siempre dan con nosotros. Viajamos porque nos cuesta estar quietos, nuestra vida es el movimiento perpetuo porque amamos o porque nos dejaron de amar o porque tememos que el amor construido se venga abajo, y allá vamos, creyéndonos exploradores expertos sin sospechar lo complicado que puede llegar a ser ese día a día del viajero de carne y huesos. En fin, viajamos porque lo que sentimos por alguien lo consideramos suficiente para ir de México a Buenos Aires, de Buenos Aires hasta Japón o de Oaxaca hasta Ecuador.
El
Periodista argentino Javier Sinay empacó en una mochila unas cuantas ropas, una
cámara, su computadora portátil y varias libretas para anotar… cosas. Hizo un
viaje de poco más de 15 mil kilómetros para encontrarse con su novia que tuvo
que mudarse de Buenos Aires a Kioto. En su recorrido registró las señales de lo
que más tarde terminaría siendo “Camino al Este. Crónicas de amor y desamor”
(Tusquets, 2019). Caminó bajo la “noche española”, cruzó por los “puentes
parisinos”, indagó sobre los “freaks alemanes”, admiró los “castillos de los
antiguos reyes eslavos”, respiró en los “bosques rusos de abedules”, sintió el
calor de los “desiertos mongoles”, se perdió entre los “pasadizos en la capital
de china” y descubrió que la modernidad y la posmodernidad comparten escenario
en “los laberintos del hiperconsumo en los malls japoneses”.
En
cada lugar encontró, porque andaba buscando, historias de amor. Y decirlo así
significa que el desamor también es amor. Se trata, entonces, de una emoción
(biología) pero también de una percepción o representación (lo que creemos que
es o significa). El amor ha sido un tema menor para el periodismo, reflexiona
Sinay, quizá porque no ha sido contado de la manera que debe contarse: desde
las entrañas del placer que causa o del duelo que desgarra las entrañas. Lo que
encontramos en “Camino al Este” es la crónica de un acontecimiento entre
Occidente y Oriente: ¿cómo es el amor por allá lejos?, ¿cómo hace un ruso
cuando la mujer lo ha dejado?, ¿qué papel desempeña el amor en el conflicto de
las dos Coreas?, ¿hay algún país donde el amor esté prohibido? Cada respuesta
implica, por lo menos, dos cosas: la política del amor, por un lado, es decir,
cómo se gestiona y cómo se presenta en las relaciones humanas; y por otro lado
está la fenomenología del amor, es decir, cómo se practica, cómo se actúa, cómo
se hace, cómo se termina… es su “dimensión material”, dijo ayer un profesor al
que admiro mucho.
Técnicamente
hay perfiles, comentarios, ensayos… es una novela basada en hechos reales;
definitivamente se trata de una crónica. Es, sobre todo, un trabajo
periodístico que alimenta el género y aporta un sentido crítico a la política y
lo político como parte esencial de nuestras prácticas humanas. Uno lee y cae en
la cuenta de que del amor no se habla igual en todas partes, de que más allá de
los idiomas los verbos para conjugar deseo y pasión no siempre confirman la
hipótesis, que el beso significa algo pero no siempre igual en todas partes… el
amor entre dos personas ―a veces entre más de dos al mismo tiempo―, según
comentó en alguna ocasión un escritor italiano, es la primera acción colectiva
y por eso mismo el primer problema político que nos compete como humanidad.
Disfruté mucho la lectura de “Camino al Este”. Compré mi ejemplar en “Garabato librería” en un barrio muy bonito de Bogotá. Desde la provincia viajé hasta allá… nada más por amor.
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