viernes, 9 de octubre de 2020

“No tengo tiempo. Geografías de la precariedad” de Jorge Moruno Danzi

Unos le llaman capitalismo canalla, otros, capitalismo tardío, a mí me basta con decirle capitalismo cabrón. Y ya me explico.

Los aeropuertos son territorios que lo convocan a uno a pensar el lugar que ocupa en el mundo, más aún cuando se sabe que casi todos los aeropuertos se parecen entre sí. Por ejemplo, las salas de abordar, esos espacios abiertos donde nadie conoce a nadie; claro, uno a veces pide algún tipo de información a los empleados, o, tras una compra, agradece al encargado del quiosco de chatarras. Pero hasta ahí. Tal vez conversa con su compañero de fila, pregunta la hora o se quita una duda sobre el tipo de cubrebocas autorizado para subirse al avión. Se trata pues de monólogos que definen desde el principio una distancia con lo desconocido.
Ayer, por cuestiones que no vienen al caso contar aquí, me tocó estar en un aeropuerto internacional y presenciar una escena que poco a poco ha dejado de ser extraordinaria. No por eso a mí deja de causarme nauseas. Se trató de una tripleta de viajeros que hablaban entre ellos. Reían a carcajadas. Sentados en las bancas de metal que caracterizan a las salas de espera (con esa frialdad de la vida), tenía sus computadoras portátiles sobre las piernas y tecleaban con velocidad. Llamaban y recibían llamadas por el teléfono. “Es mi pasión trabajar en cualquier parte” dijo uno al otro, el otro, más inteligente que el uno, respondió “es que no deberíamos estar trabajando en este sitio”. El tercero se sintió ofendido, sobre todo porque lanzó una frase muy divertida (por demás ingenua): “trabajo es trabajo, y hay que ponerse la camiseta”. Y pues tenía razón, en sus camisas estaba el logo de su empresa y las tres computadoras portátiles eran HP de color azul, del color del logo comercial.
El uno, el más “trabajador” de los tres, dijo que amaba lo que hacía, que le pagaban muy bien, que después de andar de empresa en empresa (más de diez en los últimos tres años) por fin había encontrado un lugar donde lo reconocían. Desafortunadamente tampoco tenía razón en eso, porque las probabilidades de sumar una empresa más y juntar once en total son muy altas. Él lo sabe, pero se hace el ingenuo y tiene la torpe esperanza de que en su nuevo puesto llegará a viejo y su retiro estará asegurado. Nada más falso. No obstante, había algo que admiré en ese tipo: la convicción con la que decía todas esas sandeces. Estaba convencido de que despertar de madrugada, llegar “a la empresa” y que a mediodía la secretaria le avisara de que su jefe lo necesitaba en otro sitio esa misma tarde, era lo que le daba importancia a su vida. Pues eso, yo estaba sentado en una banca próxima a ellos y sin prisa alguna leía “No tengo tiempo. Geografías de la precariedad” (Akal, 2018) del sociólogo y escritor español Jorge Moruno Danzi. “Ay, cabrón” dije, “si ese tipo supiera que a mí ni siquiera me gusta trabajar”. Y lo pensé con muy buena intención, porque si hay algo que yo aprecio y valoro es el tiempo que tengo para leer, o, mejor dicho, el tiempo que invierto en mi trabajo intelectual que es leer y escribir sobre lo que he leído.
La primera vez que me despidieron me dijeron que me “descargaban la responsabilidad” de seguir haciendo las tareas que me habían asignado. “Así terminas de recuperar tu salud y ya más adelante te reintegras al equipo” me dijo la que entonces era mi jefa. Jorge Moruno, criticando la mirada posmoderna que se ha dedicado a vaciar el contenido político del concepto de trabajo, asegura que ahora uno anda “desconectado” pero no “desempleado”, que el tiempo vale oro precisamente porque se ha convertido en mercancía y se vende. Quizá por eso sea por lo que ya casi nadie tiene tiempo, porque lo ha vendido todo y el mercado no ofrece precisamente un gran valor por él. Pero el autor dice algo más: el tiempo también se consume, pero no el nuestro, pues ya hemos dicho que no tenemos, pero sí el de otros, que a su vez tampoco lo tienen o ya no les pertenece. Entonces viene una pregunta muy inteligente: por qué hay tanto tiempo que se vende y se compra si es precisamente lo que no hay. Cómo es posible que algo que no existe se venda y se compre. O quizá sea que existe en alguna parte oculta porque alguien nos la ha arrebatado.
Pues sí, lo dicho arriba, fue el capitalismo cabrón.
Liberase del trabajo es poder hacer el amor sin las prisas de un amante, liberarse del trabajo es querer a otro y desearlo también. Liberarse del trabajo (salir temprano de la oficina) es ir a una barra y pedir unas rondas de cerveza y brindar con los amigos. Es poder perder el tiempo y decir sin vergüenza que no hemos hecho nada durante todo el día. Es ir al cine, a un concierto, es desvelarse viendo una película, es quedar con la que te gusta y que les amanezca juntos. Moruno dice que pocas cosas como estas podemos hacer sin que nos persiga el fantasma del tiempo que alguien más posee porque nos paga, porque dispone no de nosotros sino de algo que no se ve y que no se toca, pero que está ahí entramado en todas las cosas. El tiempo, muchachos, es donde cobran existencia las relaciones sociales. Y éstas, lo he dicho antes, potencian y apuntalan el sentimiento gregario.
“El tiempo vale oro” dijo alguien, y nosotros, cabronazos como casi siempre, le dimos razón. Quien dijo esto construyó un nuevo imaginario del que estamos muy lejos de salir. El tiempo como categoría y problema de la psicología crítica ha lanzado varias conclusiones interesantes, pero entre todas hay una que es muy lamentable: al tiempo le encontraron un aliado perverso, y éste fue el Dios-trabajo. Y hay que decirlo, quien hizo esto hoy cobra millones en un rascacielos o desde el palacio que tiene por casa.
Tras el despegue el uno seguía tecleando con prisa. Los otros dos prefirieron quedarse dormidos. El uno sueña con un ascenso, seguramente se lo darán. Está sentado a mi lado. Yo voy leyendo y él manipula en una sábana de Excel. Nos parecemos en mucho, al menos por un instante: vamos al mismo destino y ocupamos la misma fila (clase turista), hacemos parte del precariado con la diferencia que a él le avergüenza reconocerse ahí. Porque la empresa que nos hizo volar es la más barata del mercado, aun así, tiene asientos VIP y a él y a mí no nos alcanzó para pagarlos, por eso esperamos a que subieran los importantes, al final nos tocó a nosotros, o sea a la mayoría, y entre la mayoría a mí, el último en abordar. A la gente importante no le gusta esperar, quiere subir y bajar primero que el resto, básicamente porque cree que su tiempo vale más que el de los otros. La cosa es que despegamos a la misma hora y aterrizaríamos juntos. No obstante hay un instante de victoria para ellos, y es vernos a los no importantes andando con la cabeza gacha hacia el avión, llenos de precariedad en la triste figura, evidenciando que no somos VIP, más bien comunes, más bien normales, no extraordinarios.
Ellos no esperan porque son dueños de su tiempo, en cambio nosotros (con todo y marca en la solapa de la camisa) vemos cómo se aleja lo imposible: la alcurnia, la elegancia, la guapura... esas cosas. Hemos terminado vertiendo gota a gota el último logro de la modernidad: el tiempo de la vida que literalmente estaba en nuestras manos. ¡No disparen al pianista, apunten al reloj del edificio municipal!

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