viernes, 16 de octubre de 2020

“En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo” de Alberto Santamaría

En un coloquio de posgrado donde me tocaba presentar los avances de mi investigación, un profesor me lanzó una pregunta interesante: “¿hasta dónde puedes estirar un concepto sin que éste, en cierto momento, parezca que se ha vuelto frágil en los análisis que hagas con él?”. El tipo sabía que me había metido en un aprieto y parecía disfrutarlo, sobre todo porque en diferentes momentos de su clase donde yo era un simple alumno, le intenté mostrar que los conceptos se agotaban en su significado y en su temporalidad, es decir, semántica e históricamente. No obstante, sostenía yo, hay un elemento lógico que le permite llegar más lejos, es decir, que no por viejo es caduco, más bien robusto. El tipo de barbas y lentes a lo Lennon nunca estuvo de acuerdo conmigo, y eso en cierta forma lo agradecí, porque durante buena parte de sus clases manteníamos un diálogo que cuando yo sentía que comenzaba a calentarse decidía darle la razón. Pero ahí, frente a la cohorte del programa de posgrado me sentía acorralado, sin saber qué decirle.

Quien en ese tiempo intentó ser mi directora de tesis, sin lograrlo, estaba a la expectativa de mi actuación, sobre todo porque esperaba que la pregunta del profesor causara estragos en mí. Eso no iba a suceder, por su puesto. “Las categorías y los conceptos responden a una mecánica temporal y geográfica” le dije, “pero también es cierto que son para llevarlos al límite, hasta donde aguanten” me escucharon decir y buena parte de los profesores que estaban ahí asintieron con la cabeza. “Esas son palabras nada más” me reviró el cabrón, y vaya que tenía razón. “Donde usted ve palabras nada más yo veo lenguaje especializado” lanzo de nuevo y aquí las simpatías se dividieron. Esperaba a que alguien mediara entre los dos, pero no, el sadismo del profesorado pedagógico me desnudó ante mis compañeros de posgrado. “Los conceptos que utilizamos intentan dar cuenta de algo” seguí, “buscan describir y así poder explicar" continúe, “así que de cierta forma cuando asumo y aplico el significado de un concepto es porque estoy negando cualquier otro” arremetí y entonces ya solo me interesaba el movimiento de cabeza en afirmativo de tres profesores presentes ahí (mi directora de tesis estaba por fuera de todo esto, lamentable). “El significado es el valor del concepto” dijo aquél y tenía razón, “de tal forma que el valor de los conceptos, o sea, el significado de los conceptos puede variar y cada una de sus variaciones ser tan válidas entre sí” agregó y en ese instante hubo en mí una sensación de victoria, porque el profesor resbaló en mi discurso provocador, abrasador y quemante. Lo había provocado y él ni se enteró. Después de ese encuentro me largué del país y no volví hasta recibir el correo que me confirmó como estudiante del doctorado en ciencias sociales, desde donde ahora pienso las cosas.

Lo que intenté en ese auditorio universitario fue demostrar que la relatividad de los valores conceptuales vaciaba el contenido crítico de los conceptos heredados del proyecto moderno. Es decir, plantee un problema ético y político antes que gramático o semántico. Pero encendí el fuego desde lo segundo y cuando mi profesor (cabronazo como nadie más he conocido) se sintió cómodo en sus anchas posmodernas me moví al viejo lugar confiable. Ahí donde ustedes ya saben. Arrastré a mi profesor hasta los límites de lo posible, como dice Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) en el título de su libro, pero eso sí, midiendo mi propia inercia y sin advertírselo al que desde ese momento me convirtió en su enemigo. “Jugaste sucio” me dijo y yo le di la razón, claro, pero igual le lancé en mi defensa: “y usted me creyó tan pendejo y mire en dónde estamos”.

En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo” (Akal, 2018) es un ensayo que leí sin dejar de evocar el recuerdo de aquel auditorio. No es que quisiera explicar lo que ahí sucedió con lo que Alberto Santamaría, poeta y filósofo español, escribió en un poco más de doscientas páginas acompañado de un sostenido aparato crítico ―sin dejar de mencionar la necesidad que tuvo de navegar en la literatura de gestión empresarial para entender las repercusiones éticas y políticas de lo que representaba la gramática con su semántica de este supuesto andamio de desarrollo personal―. En realidad, lo que yo andaba buscando era tratar de comprender en qué momento navegar en los márgenes de lo posible se volvía necesario, aunque temerario: los límites de la política, los diques robustos de la cultura y el capitalismo sensible a partir del activismo cultural neoliberal. “Es cuestión de semántica” pensé, de construir una narrativa de lo sensible contingente al trabajo para generar una nueva estructura mental, porque, como dice Jorge Alemán, “el neoliberalismo es una fábrica de subjetividades”. Y como le dije a mi exprofesor, “donde usted ve palabras yo veo lenguaje especializado” que hay que defender en los libros o en mitad de un semanario de posgrado. Entonces entiendo que lo que está en disputa es la subjetividad que a ratos se decanta por la individualidad, pero afortunadamente, la mayoría de las veces apuesta por dejar emerger el sentimiento gregario que le es innato.

Santamaría plantea que el lenguaje simplón (que se hace pasar por sofisticado por ser rebuscado) es capaz de convencernos (con paciencia y un poco de tiempo) de que no hay alternativa, y que si la hubiera serían ellos mismos los que la estarían ofreciendo. La tesis es buena, porque viene a confirmar la hipótesis de que, al capitalismo, mañosamente, lo que más le interesa son las críticas, sobre todo porque llegan como monstruos a sus oídos y se revisten de conejitos divertidos con frases del tipo “la seguridad es segura”. Por ejemplo, la creatividad. Alguien dijo “nos están robando la oportunidad de ser creativos, nos hacen estar todas las horas haciendo actividades que ya hemos mecanizado dentro de la fábrica”. Es verdad, no hay un reto para un obrero que se sienta así, pero los diseñadores de subjetividades posmodernas en pleno naufragio asumen que esa verdad que les han puesto en la cara tiene que seguir robándoles la creatividad a los trabajadores. Pero en cambio, aseguran que “creatividad” puede significar otra cosa (“tener otros valores” dijo mi profesor), aunque el nuevo valor del concepto seguirá respondiendo a los objetivos de la empresa. ¡Nada cambia pero algo como que no cuadra aquí! Ahora en los perfiles de puestos de trabajo dice “se requiere espíritu de superación y creatividad para desarrollar nuevos proyectos”. Básicamente no importa si tienes las aptitudes (otro valor conceptual muy jodido por estos tiempos) para ensamblar un auto, basta con que tengas el espíritu y la creatividad para hacerlo.

¿Quién sale a decir que le están robando la creatividad si en las entrevistas de trabajo es sobre lo primero que preguntan? “¿Se considera usted una persona creativa?” quieren saber. Sin duda, y quizá no nos dimos cuenta, esta gente sí que nos ha robado el queso.

No he pretendido hacer aquí una reseña, era otra cosa lo andaba buscando, lo he dicho ya, más bien pretendo algo más sensible y crítico con la lectura de este libro. Me lo ha recomendado el mismo Alberto en una conferencia donde lo escuché. Opino de él lo que César Rendueles, al que también le sigo la pista desde hace un buen rato, que Santamaría es el crítico cultural más importante de una franja generacional a la que pertenezco y que ya le urgía un argumento con su metodología a la altura de las circunstancias que nos aquejan. ¡Abrazos, mi hermano!

¡Celebremos a los que nunca se murieron aquí en México!

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