lunes, 19 de octubre de 2020

"El rechazo de trabajo. Teoría y práctica de la resistencia a trabajo" de David Frayne

Anoche mantuve una conversación con un amigo sobre la resistencia al trabajo y estuvimos de acuerdo en un punto: si es por trabajar, como especie humana estamos puesto a ello. Quiero decir que no tenemos ningún problema en entender que eventualmente nos ajustaremos a los engranes de la sociedad capitalista que nos cupo en suerte. Sabemos que nos toca producir, y también sabemos que no siempre seremos los más beneficiados en este proceso. Pero en todo caso ahí estamos, listos para meterle mano a la naturaleza y transformar el mundo. Entonces, si esto es así, aquello de rechazar el trabajo tiene que ver más con los mecanismos de sujeción y de vapuleo hacia nuestro cuerpo y nuestro psiquismo, pero nada más falso que creernos ociosos y parias que prefieren estar tirados en casa sin hacer nada. Vamos, que sí los hay que viven de ese modo, pero no es el caso de lo que resulte ser la estructura, es lo que quiero decir.

Otro punto en el que estuvimos de acuerdo mi amigo y yo, y que tiene que ver con lo que acabo de decir, es que, si tenemos esta suerte de pulsión al trabajo, significa que trabajando es donde más o menos se ordena la energía y se vierte en beneficio de nuestra subjetividad. Pues bueno, es ese poder innato lo que más vale tener controlado porque hace de motor y se encarga de ponernos en guardia frente a quienes quieren apoderarse de ella. Veamos si me explico mejor: lo que menos le importa a un patrón son mis ganas de trabajar, lo que a él le interesa es que mecanice una serie de actividades que lo beneficien económicamente. “Así que esa motivación la dejas en el locker, porque a mí me basta con que cumplas con el objetivo numérico en la línea de producción”. Sí, habrá quien escuche mejores cosas en sus empleos, pero esa no es la verdad, hay algo latente en tanto relación de poder. Es, en cada caso, minar esa pulsión hacia el trabajo, ese motor organizador de subjetividades. Y bueno, quien no lo entienda así, o es ingenuo o le gusta hacer el idiota.
De esto, y de otras cosas más profundas, quizá, va “El rechazo del trabajo. Teoría y práctica de la resistencia al trabajo” (Akal, 2017) de David Frayne, un joven profesor e investigador social en la Universidad de Cardiff, allá en Gales. Se hace una pregunta aparentemente sencilla: ¿Cuál es el lugar que ocupa el trabajo en la sociedad contemporánea? La respuesta es poco esperanzadora: está en el sitio donde las exigencias económicas han colonizado la vida personal y lo que siempre nos hicieron creer eran nuestras prioridades. Es decir, nos han arrebatado la noción de voluntad y la manera en que lo hicieron fue vaciando el contenido crítico y político de lo que entendíamos como trabajo. De principio hay que decirlo: nos estamos quedando sin nada en qué sostenernos.
Cuando nos dijeron que la modernidad iba a centrar sus objetivos sobre el bienestar de lo que es humano, les creímos cada una de sus palabras; y la cosa parecía que iba bien. Pero algo comenzó a salir mal a mitad del siglo pasado, de pronto esa sociedad moderna fijó su atención en el trabajo, y a penas de soslayo apareció el trabajador. Pero vaya, lo importante era el perfil del puesto de trabajo y seguro que algún humano encajaría perfectamente ahí. Así fue como el estado de bienestar desapareció y sin más comenzó a percibirse que así era mejor, lo conveniente, que en una de esas saldríamos bien parados de las próximas crisis. Todo es estrategia, nos decían. Pues no, nada salió como lo esperaban, antes lo destruyeron todo. Así manifiesta su preocupación el autor: “Estoy convencido de que el acuciante ritmo y pragmatismo de la vida moderna representa otra razón para cuestionar el lugar que el trabajo ocupa en la sociedad”.
El concepto de trabajo que Frayne maneja es aquella relación contractual (o por lo menos de acuerdo claro) donde alguien recibe un salario regular por algo que hace. Sin duda es un movimiento técnico y metodológico para su investigación, pero uno lee y sabe que la noción es más compleja, pero no por eso encriptada. Durante la primera parte el autor estudia los dolores que causa el trabajo, es decir, analiza la alienación que implican las jornadas laborales y el tipo de actividades que se llevan a cabo. Esto es lo que le permite decir que el trabajo ha colonizado nuestras vidas cotidianas, que más allá de que el trabajo produzca nuestras subjetividades, más bien las destruye manteniéndonos en la incertidumbre de no llegar a fin de mes. Para la segunda parte, el investigador entrevista a personas que decidieron decir “no más, mi cuerpo, mis ganas, mi mente, ya no puede con este ritmo frenético”. Entonces un lee y se pregunta: ¿Qué tiene que suceder para que nos atrevamos a decir “a la mierda, me voy de aquí”? Los entrevistados por el autor dan varias opciones: el quiebre del cuerpo (cuando éste enferma), la necesidad de tener más tiempo para una vida íntima o personal, o bien la búsqueda de objetivos alejados del consumo acelerado de la época.
No son pocas las personas que han decidido rechazar la dinámica mordaz del trabajo en la sociedad capitalista, así que marcan su raya y dicen “chau” porque saben que el corazón y el espíritu se les puede fracturar en cualquier momento. Pero eso no los saca de la estructura social, porque aparece la vergüenza, la duda, el sentimiento de haberse equivocado al dejar un puesto de abogada y convertirse en camarera a tiempo parcial, por ejemplo. Claro, no podía dejar de preguntarme ¿y entonces qué hacemos con los que, alienados o no, buscan un puesto de alta responsabilidad, así sea que los exploten o los hagan morirse a muy temprana edad? El autor dice que no piensa sostener la tesis de que lo mejor es dejar los trabajos y largarse al monte a vivir del yoga, vaya, que es absurdo negar la necesidad de trabajar. Pero lo que sí quiere decir es que esas ganas de trabajar, esa pulsión hacia el trabajo, ese motor de arranque, aparentemente ya no está en nuestras manos.
Ayer escuché decir a alguien “el capitalismo es más poderoso de lo que Marx se imaginó”, y supuse que quien lo dijo tenía razón, y bajo esa premisa entendí algo que Frayne ofrece con sus entrevistas: abandonar el empleo, ganar tiempo para uno mismo, puede causar estragos ante la moralización del trabajo. Es conveniente que sea moralizante, diría alguien, para que la gente no pretenda dejar de hacerlo, que baje la mirada cuando alguien le pregunte "y a qué te dedicas"; así, cuando encuentre un trabajo de mierda lo hará bajo condiciones de desprecio hacia uno mismo y hacia el otro que será el enemigo antes que el compañero. Vaya, lo que quiero decir es que, tras vender la fuerza de trabajo, aún nos quedaba las ganas en los bolsillos del pantalón, pero tal parece, tras leer este libro, que eso también nos lo han arrebatado… nos lo han comprado porque nosotros lo hemos puesto a la venta.

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