lunes, 9 de mayo de 2022

Itinerario | 1

 


Ella llega tarde del trabajo. Escucho el sonido agudo de la llave girando, primero lentamente y después con insistencia para forzar el último torniquete de seguridad. Pongo puntos suspensivos en la pantalla que tengo delante y me lanzo con prisa a recibirla. Se ve tan bella incluso cuando no puede ocultar su cansancio. Ahí está, con diez centímetros más de estatura que yo, la encuentro parada en el recibidor, en cuanto enciende la luz la descubro amarrándose los cabellos y la ayudo a quitarse el saco negro que la protegió de la pringa que llenó su hombro de briznas delicadas. Justifica su retraso por un último café y una charla de pendientes, no, no está mintiendo. Le creo en todo caso. Me da un beso y sin más se tumba en el sofá que a veces quiero tirar por la ventana, se lo recuerdo, y en cada ocasión ella me advierte que de hacerlo me voy junto con el mueble en caída libre por una de las calles del Latin Quarter. Firmo la paz y ella me vuelve a besar.


Estamos en un piso europeo y yo no domino el idioma. Ella habla por mí en la pâtisserie, con la chica ecuatoriana que regentea la barra del bar de abajo, con todos los vecinos con los que coincidimos en el ascenseur. “Je veux une bière s'il vous plait” es lo único que sé decir y ella dice que no lo hago bien, me reprende sonriéndole al dependiente que le devuelve la sonrisa coludida. Me siento fatal en cada ocasión, ella me compensa de camino a casa en los límites del quinto distrito. Me toma de la mano y no para de decirme “je t'aime beaucoup” y yo sé qué significa eso. “Uno solo domina un idioma cuando es capaz de enamorar en ese idioma” dijo un escritor peruano; cuánta razón llevaba ese hombre. Es lo único que me mantiene aquí, los rescoldos de una certidumbre que alguna vez fue profunda.  


Le sirvo una copa de vino tinto, el que más le gusta. “Étonnante. je ne connais rien au vin” dice. Me cuenta, con el ceño fruncido, que el trabajo la está cansando, amenaza con renunciar, yo la motivo a esa decisión y sin más cambia de opinión y revisa los últimos mensajes del móvil antes de lanzarlo tan lejos de ella como pueda. Me pregunta si me quiero sentar a su lado, le digo que desde la mañana he estado sentado frente al computador. Entonces ella se pone de pie y me abraza, me dice que me quiere y entonces comienzo a besarla. Hace ese gesto que he ido reconociendo, que eso es todo, que basta de aproximaciones. Se separa de mí y se encamina al estudio donde yo trabajo.


La sigo. Es imponente de espalda, sus botas y sus yines ajustados. Me gustan sus nalgas. Se encuentra con lo que estoy escribiendo y se asoma a la pantalla. Me pregunta si Renata ya ha descubierto que su marido es un asesino. Le respondo que no, que aún sigue creyendo que el hombre con quien duerme es un tímido agente de seguros que no traba amistades en el banco. Mucho de eso es cierto. Me dice que quiere ser la primera en saber el final de la novela. Le prometo que así será. Se desnuda mientras habla y después se mete a la ducha. Me invita a pasar y le digo que necesito terminar un par de ideas. No dice nada y yo comienzo a sentir necesidad de alcanzarla. Ahí estamos los dos. Todo indica que nos amamos, o al menos yo la amo.


En la mañana escucho su habitual “Réveille-toi!”; me molesta que me trate como niño. Tal vez eso es lo que soy a su lado. Me veo preparando el café para dos, un expreso para ella, un cortado para mí. Se le hace tarde y hay un dejo de molestia en su rostro. No le dirijo la palabra, ella sabe que estoy tomando mis precauciones, quiere provocarme, no lo consigue. Me dice que soy dichoso por no tener que salir de la casa para ganarme la vida, yo le digo que ésa la tengo perdida desde siempre y agrego que la dichosa es ella porque no tiene que quedarse todo el día en el departamento. Lo logró, he respondido y lo que viene parece que será un desastre. Sospecho que ya no me quiere con ella, no fuera de su vida, sino fuera de su departamento. Yo no tengo adónde irme, al menos no hasta el final del mes, cruzaré la frontera con los chicos de la agencia. Sonríe y se vuelve para darme un beso. Dice que me quiere, que me verá por la noche. Escucho cuando llama al ascensor, imagino cómo se cierran las puertas para llevársela. Siento celos y no me lo explico. Reacciono de súbito y bajo por las escaleras. Está a punto de cruzar la calle cuando la alcanzo. Ella voltea sorprendida y me pregunta si ha olvidado algo. A mí, le digo y ella vuelve a sonreír. 


“¿Puedo llevarte?”. Caminamos tomados de la mano. En cada ventanal de cafetería se mira, quiere saber que esa que va ahí es ella. Quiere saber por qué yo no lo hago, “es muy de acá” dice con ese español jodido que habla. Vamos platicando de sus clases, de sus estudiantes, de su “colega” de la facultad, y cuando estamos por llegar le confieso la verdad. El marido de Renata no es el asesino, más bien su hermano, él decidió inculparse. Ella dice, casi gritando, que lo sabía, que lo sospechaba. Le digo adiós y Ella me dice lo mismo. No puedo hacer más que eso. La presteza la hace frenar y devolverse: “Ven por mí y te invito a cenar. Ponte ese saco que escogí para ti”. Yo sonrío y digo que sí. Es viernes.


¿Qué hace una chica hermosa, profesora de academia, viviendo con un escritor que tira a matar en literatura? No sé. Me visto. Llego puntal. Ahí está ella, ahí están todos, no es una cita, es una noche de parrando con el resto de sus compañeros. Veo a su “colega” y me saluda, me dice algo que no entiendo y yo le devuelvo el saludo con un “el putas, hermano, el putas”. Se ha dado cuento de lo que acabo de hacer, me pide que me siente a su lado y tararea la canción que nos gusta a los dos.  

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