viernes, 20 de mayo de 2022

"El hombre de Madrid" de Pedro Molina Temboury

 


Pues bien, Pedro Molina Temboury (Málaga, 1955) es un autor de novelas, escribe también poesía y teatro. Tiene en su estantería fabulosos libros de viaje que valen la pena leer como quien ahí está. Este señor conoce de punta a punta Europa y buena parte del resto del mundo. En fin, un viajero que a su vuelta escribe y escribe sin tomarse una pausa. Mi librero me consiguió esta hermosa edición de “El hombre de Madrid” (Alfaguara, 1989), un texto muy corto de apenas 164 páginas que uno puede leer un jalón; no fue mi caso, nunca es mi caso. Lo leía de noche, antes de dormir, tumbado en la cama después de terminar de hablar con la gente que me importa mucho. Con cada página trataba de dar con algún mensaje preciso que Molina quisiera comunicarme, y no, no encontré ninguno, más bien di con la voz narrador de Fausto ―un fotógrafo de notas provinciano que presume de cosmopolita―, que pasó de tener una vida tranquila en Madrid a convertirse en sospechoso de espionaje a favor de la URSS.

La novela sucede tres años antes de la caída del Muro de Berlín, nadie imaginaba que la URSS iba a desaparecer y que el socialismo real pasaría a formar parte de los libros de historia. En plena movida posmoderna, los madrileños gustaban de posar en cafés, visitar galerías de arte con cuadros inexplicables, escribir poesía experimental y gastarse toda la pasta que conseguían con tal de que eso no terminara. Oh, sí, les encantaba que aquellas casonas españolas fueran siendo ocupadas por locales comerciales de artículos de arte y abrazadas por la incipiente gentrificación. Por esas fechas llegó a Madrid Grigori Nicolayiev Kovalenko, un supuesto arquitecto con el falso encargo de construir la nueva embajada soviética en España, la última en Europa, pero en cambio se trataba de un espía cínico que metió en problemas al incauto de Fausto, a un par de amigas y hasta a un alto funcionario del gobierno español en turno.

Lo interesante de Grigori es su capacidad de convencimiento, o quizá se trata del carácter débil de Fausto que se lo cree todo. Creo que de ellos dos va esta novela, de la debilidad y la mediocridad, por un lado, y de la habilidad mañosa del hombre inteligente por el otro. El espía y el fotógrafo se encuentran en Madrid, aquél para obtener información a favor de su país, éste, sencillamente le han pagado el encargo y busca recibir lo prometido a cambio de su trabajo. Dos necesidades que convergen y desembocan en un lío de espionaje que mueve los andamios en los que Fausto depositaba su vida cotidiana.

A esto último quiero referirme desde ahora. Fausto no ama a Verónica, pero la necesita, ella tampoco sienta algo por él, sin embargo, lo mantiene a su lado. Ahí están, ella dispuesta a sobrellevar el problema sexual de Fausto y él aceptando el sitio en el que se encuentra, cuan espectador de las aventuras de la mujer con quien vive. Así son las cosas, piensa Fausto, así hay que dejarlas. La voz narradora va confesando por escrito lo que siente y piensa respecto a lo que acontece a su alrededor ―me resulta un tanto sugestivo seguir el monólogo de un hombre que no sabe qué hacer con el devenir de su vida; joder, un grito en el cuarto pondría un poco de dignidad en este personaje―, ha renunciado a la imagen porque sospecha que la escena estática no ofrece lo que la narrativa de una pluma novata.

O, visto desde otra perspectiva ―poco saludable, por su puesto―, la llegada de este camarada bolchevique fue lo que, en última instancia, le puso pulso a la vida patética de Fausto. Hasta ese momento le tocó salir del país, se aventuró con una bella espía, portó un arma ―descargada, pero él no lo sabía―, enfrentó a un tipo más listo que él y, sin que lo quisiera, se sintió un agente secreto por un breve momento. Vivió, de eso se trata esto. Ahora bien, este terremoto movilizó las certidumbres más conformistas con que me he topado en mi vida de lector, un hombre inerme al tiempo del reloj, a los caprichos del resto, ni Gimpel me desató esta sensación de desagrado. Una especie de enfado. Pero bueno, es cosa mía, sin duda.

Les comparto un momento de sus confesiones respecto a la mujer que existía en su vida: “Yo asistía con inquietud a sus distintos intentos de fuga, sin atreverme a intervenir en el proceso. Mal compañero y peor amante, no me sentía capaz de tener lazos que pudieran retenerla a mi lado”. Así habla nuestro Fausto, que, resignado a una condición irremediable, no le queda más que tomar su sitio en la banca de cine mientras la vida pasa frente a él. Hay que ser muy cabrones para no darse cuenta de que la voluntad subyacente que nos abraza como seres humanos es lo que nos puede decir: “No, Verónica, no, así no". Claro, esto no lo diría Fausto, él necesitaría un puto meteorito al pie para removerle la sustancia misma de su existencia amorosa y política. Eso sucedió con la llegada de Grigori… ya era demasiado tarde para él. En fin, “El hombre de Madrid” me ha venido bien por estas fechas, lo necesitaba.

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