En la época clásica, la miseria ya no tiene el toque divino y místico que la caracterizó en la Alta Edad Media y los primeros años del Renacimiento. Es decir, ya no era la prueba divina al que los sacerdotes tenían que hacer frente en los antiguos conventos. Lo locos, los pobres, los veneros y los desocupados, iban a ser encerrados. De pronto se convirtieron en una plaga. La iglesia celebró la prescripción de Luis XIV: el Gran Encierro. Claro, era conveniente, porque los exconventos, vacíos desde los años de la lepra, en el siglo XVII estaban desbordados. A cambio recibían un financiamiento por parte del rey y de las familias de los recluidos.
Michel
Foucault se ve sorprendido cuando encuentra que el encierro, al final, tuvo un
fin económico, porque una de las condiciones para poder ser liberado era que el
preso quisiera trabajar y dejar de lado la holgazanería. La mano de obra barata
estaba dispuesta para quienes quisieran pagarla. El loco no estaba capacitado
para trabajar, pero por él lo hacía el holgazán, el embustero, el mañoso y
bebedor empedernido. Pero ya no serían los viejos leprosarios, ni los exconventos
su lugar de residencia, ahora ocuparía un sitio en el hospital.
El
loco ya no puede deambular por la calle, ya no puede ejercer su comportamiento divertido
para el goce de los cuerdos. Sin embargo, ahora está prohibido azotarlo públicamente
o corretearlo hasta los límites de la ciudad. Entonces, nos dirá Foucault, ya
no es prueba divina, ha perdido ese carácter de misericordia. La política de
exclusión ha terminado, ahora se probará con el encierro. Esto hace concluir al
pensador francés lo siguiente: “Entre [el loco] y la sociedad se establece un
sistema implícito de obligaciones: tiene el derecho a ser alimentado, pero debe
aceptar el constreñimiento físico y moral de la internación”. El Hôpital Général parece convertirse en la nueva nave de los locos, ahora
recorre los ríos de las leyes y las normas de la época clásica.
El Hôpital de la Pitié-Salpêtrière, donde Pinel encontró a los locos
encadenados y compartiendo celdas en pésimas condiciones higiénicas, tenía una
función, ciertamente, médica. Pero no solo eso, el mandato fue de Luis XII y
por eso mismo terminó siendo política. El Hôpital Général, nos dirá Michel
Foucault, “no es un establecimiento médico. Es más bien una estructura semijurídica,
una especie de entidad administrativa, que al lado de los poderes de antemano
constituidos y fuera de los tribunales, decide, juzga y ejecuta”. Estamos, entonces,
ante una fiscalización de la conducta humana, pero también ante una posibilidad
de conocimiento. Este hospital, a decir de las reflexiones de Foucault, requiere
del internamiento rígido, que el alienado se sujete a las reglas y normas
establecidas, pues, se piensa, solo así se conocerá las causas, las rutas y el
final del loco y la locura.
El Hôpital Général, encuentra el francés, está entre el poder del rey y
la autoridad de la policía. Es una suerte de tercer poder, un “tercer orden de
represión”. Así las cosas, la época clásica, muy entrados ya en el Renacimiento,
ya no excluye al alienado, lo ha sacado de los leprosarios y de los
exconventos, ahora está en un hospital donde la ciencia comienza a hacer su
papel: estudiar, experimentar, clasificar, explicar y prescribir. Podríamos pensar
que la iglesia no había hecho algo distinto en su momento, finales de la edad
media, quizá lo único que cambió fueron las formas. En cualquier caso, el
objeto de indagación era la locura representada en el loco como figura física y
orgánica, de aquella dimensión divina ya nada quedaba.
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