domingo, 31 de enero de 2021

“El lobo estepario” de Hermann Hesse

 

La burguesía está compuesta por gente tibia; son unos pechos fríos. Les gusta la pintura y la buena música, el arte y la cultura, leen grandes enciclopedias y tochas novelas, pero son incapaces de inmolarse en mitad del intento por vivir del lienzo o la ejecutando de una pieza clásicas, no dudan en renunciar a la primera crítica del sabio letrado sobre sus intentos de ser escritores. Por eso mismo Harry Haller, heterónimo de Hermann Hesse (Wurtemberg, 1877) y personaje central de “El lobo estepario (solo para locos)” (Editorial Colon, 1946, mismo año en el que nuestro autor recibió el Premio Nobel de Literatura) le declara su odio. Claro, la burguesía a la que Harry alude está lejos de aquella que Marx convirtió en la gran enemiga del proletariado, pero en cualquier caso, ¿quién sería indiferente a la tibieza de esa clase acomodada frente a lo que, a decir del actor principal de esta novela-ensayo, representa la pereza intelectual?

De “El lobo estepario” se dice que es la novela menos comprendida, y quizá por eso la más importante, del alemán nacionalizado suizo en 1924. En ella se cuentan acontecimientos existenciales de la vida de Harry Haller, un hombre solitario con dificultades para entablar relaciones humanas debido a que éstas, según él, carecían de la profundidad que él creía necesitar, pues la superficialidad era síntoma y enfermedad de la sociedad que le cupo en suerte. Era un tipo de mediana edad y divorciado, viajero en tránsito, coleccionista de grandes obras clásicas y de la música de Bach y Mozart, sus grandes héroes. En fin, alguien incomprendido al que el mundo le quedaba debiendo algo más que no le podía dar. Un lobo en mitad de la estepa:

“¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llaman la atención?” dice Hesse en voz de Harry en una de las páginas.

Hermann Hesse escribe esta novela muy cerca de Nietzsche y de Schopenhauer, y aunque parezca imposible, desmarcado de Freud. Me explico: con el filósofo nihilista, Apolo resulta ser un obstáculo que el hombre tiene que vencer para alcanzar los terrenos de Dionisio; lo mismo con la voluntad natural del odioso Schopenhauer, que gobierna una suerte de comportamiento del universo e impera en el psiquismo (alma) del hombre, el reto es la representación. Pero en Freud, lo que hay que superar ingenuamente en los dos filósofos, en el psicoanálisis se plantea como estructura. Considero que esto es lo que se debate en el “Tractat del lobo estepario”, donde, siguiendo línea por línea y pidiendo esquina en cada oportunidad, podemos dar cuenta de unas cuantas cosas. Veamos.

Nietzsche y Schopenhauer sugerían una suerte de equilibrio, justo ahí estaba la justificación de sus protestas, porque, en última instancia, no hay Dionisio sin Apolo, no hay voluntad sin representación, y en este sentido, el justo punto es donde somos conscientes de la bestia domeñada que llevamos dentro ciertamente, bestia al fin y al cabo. Pero lo que ha sucedido con Harry, nuestro personaje, es que le faltaron elementos para superar hacia el equilibrio, y la bifurcación de la personalidad fue la constante, porque era elementalmente lobo u hombre. Claro, los argumentos eran muchos para justificar esta bifurcación. Hay preguntas que se hace el lector: ¿sería posible que a Harry le gustara esta suerte de esquizofrenia posmoderna? No lo sé, pero tengo una idea al respecto.

Dos personalidades ya son muchas, digo yo, los diques de ella se rompieron y desbordó la imaginación de los que se atrevieron a decir que había “una” personalidad “múltiple”. Quien hizo esto, enhorabuena, lo hizo desde la psiquiatría y el psicoanálisis, es decir, siempre se trató de un malestar de la cultura, dicho de otra forma, de una patología claramente definida. Lo que ahora hay que dejar claro es que la psicología de la anormalidad se atrevió a marcar fronteras que eventualmente pudieran fracturarse por la irreverencia de los posestructuralistas y los posmodernos, y en este punto la vigilancia se tenía que hacer más explícita, pues de lo contrario andaríamos con medias locuras que, según ellos, hasta nos vendrían bien en estos tiempos adjetivados de formas extrañas (líquida, hipermoderna, consumista, depresiva, resiliente, feminista, etc.). Se hizo psicopatología, decía, y por ende en un objeto de intervención médica y técnica. Claro que esto convirtió a la psiquiatría como una enemiga de sus programas de investigación, pues abatir la unidad de la personalidad era para ellos alternativa de existencia.

Hesse lo sabía, Harry lo supo después, al mundo de la ficción se entra renunciando a la cordura. Asimismo como cuando entramos al consultorio de un psicoanalista, donde los mejores logros de nuestra vida cotidiana, es decir, nuestros mecanismos de defensa tienen que ir fisurándose para que alguien pueda descifrar el entramado angustiante. Básicamente porque se puede matar sin ser asesino, como Harry lo hace con Armanda; se puede hablar con Mozart con la certeza de que ahí está, que nos responde, que nos aconseja, que no es una mentira, más bien es otra posibilidad. Pero bueno, lo que yo digo es que como intervención técnica me parece perfecto, pero eso de imaginario colectivo o forma social sí me prende las alarmas, porque, y esto dicho con sinceridad, la ficción sí que le hace bien a la vida humana, pero de ahí que determine nuestros patrones de comportamiento antes que la dimensión empírica de la existencia sí me da urticaria.

“El lobo estepario” ofrece un final con un derrotero narrativo de sensualidad y sexualidad, entre lo real y lo imaginario. Pero es que lo imaginado, la ficción, también lo forma a uno. Ya hemos acordado esto. Y, entonces, ¿qué papel juega la imaginación en la obra? La respuesta está en la pluma de Hesse: le da potencia a la subjetividad, y quizá es el momento cuando más extraña se pone la obra, porque hay un coqueteo con lo que es real y lo que es imaginario en la vida de Harry, y aunque una lectura cuidadosa nos dice en qué momento es y no es verdad ficcional, no me cabe la menor duda de que hay una invitación a asumir ambas como una forma más de existencia. Insisto, es algo con lo que no puedo estar de acuerdo. Claro, una novela de posguerra no tiene nada mejor que ofrecer y quizá esta fuera su principal tarea que un mundo distinto, aunque se tratara de la miseria humana la siguiente guerra a disputar y en la que, creo yo, seguimos en ella.

El tema de ese doble mundo psíquico es recurrente en la literatura (es que, en serio, lo que emerge como guiño de pronto es potente gracias a una fuerza imaginativa): “El doble” de Fiódor Dostoyevski o bien “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” de Robert Louis Stevenson son dos novelas que ayuda a respondernos por dónde le entra el agua al coco.

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