La burguesía está compuesta por gente
tibia; son unos pechos fríos. Les gusta la pintura y la buena música, el arte y
la cultura, leen grandes enciclopedias y tochas novelas, pero son incapaces de
inmolarse en mitad del intento por vivir del lienzo o la ejecutando de una
pieza clásicas, no dudan en renunciar a la primera crítica del sabio letrado
sobre sus intentos de ser escritores. Por eso mismo Harry Haller, heterónimo de
Hermann Hesse (Wurtemberg, 1877) y personaje central de “El lobo estepario
(solo para locos)” (Editorial Colon, 1946, mismo año en el que nuestro autor
recibió el Premio Nobel de Literatura) le declara su odio. Claro, la burguesía
a la que Harry alude está lejos de aquella que Marx convirtió en la gran
enemiga del proletariado, pero en cualquier caso, ¿quién sería indiferente a la
tibieza de esa clase acomodada frente a lo que, a decir del actor principal de
esta novela-ensayo, representa la pereza intelectual?
De “El lobo estepario” se dice que es
la novela menos comprendida, y quizá por eso la más importante, del alemán
nacionalizado suizo en 1924. En ella se cuentan acontecimientos existenciales
de la vida de Harry Haller, un hombre solitario con dificultades para entablar
relaciones humanas debido a que éstas, según él, carecían de la profundidad que
él creía necesitar, pues la superficialidad era síntoma y enfermedad de la
sociedad que le cupo en suerte. Era un tipo de mediana edad y divorciado,
viajero en tránsito, coleccionista de grandes obras clásicas y de la música de
Bach y Mozart, sus grandes héroes. En fin, alguien incomprendido al que el
mundo le quedaba debiendo algo más que no le podía dar. Un lobo en mitad de la
estepa:
“¿Cómo no había yo de ser un lobo
estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines
comparto, ninguno de cuyos placeres me llaman la atención?” dice Hesse en voz
de Harry en una de las páginas.
Hermann Hesse escribe esta novela muy
cerca de Nietzsche y de Schopenhauer, y aunque parezca imposible, desmarcado de
Freud. Me explico: con el filósofo nihilista, Apolo resulta ser un obstáculo
que el hombre tiene que vencer para alcanzar los terrenos de Dionisio; lo mismo
con la voluntad natural del odioso Schopenhauer, que gobierna una suerte de
comportamiento del universo e impera en el psiquismo (alma) del hombre, el reto
es la representación. Pero en Freud, lo que hay que superar ingenuamente en los
dos filósofos, en el psicoanálisis se plantea como estructura. Considero que
esto es lo que se debate en el “Tractat del lobo estepario”, donde, siguiendo
línea por línea y pidiendo esquina en cada oportunidad, podemos dar cuenta de
unas cuantas cosas. Veamos.
Nietzsche y Schopenhauer sugerían una
suerte de equilibrio, justo ahí estaba la justificación de sus protestas,
porque, en última instancia, no hay Dionisio sin Apolo, no hay voluntad sin
representación, y en este sentido, el justo punto es donde somos conscientes de
la bestia domeñada que llevamos dentro ―ciertamente,
bestia al fin y al cabo―. Pero lo que ha sucedido con Harry,
nuestro personaje, es que le faltaron elementos para superar hacia el
equilibrio, y la bifurcación de la personalidad fue la constante, porque era
elementalmente lobo u hombre. Claro, los argumentos eran muchos para justificar
esta bifurcación. Hay preguntas que se hace el lector: ¿sería posible que a
Harry le gustara esta suerte de esquizofrenia posmoderna? No lo sé, pero tengo
una idea al respecto.
Dos personalidades ya son muchas,
digo yo, los diques de ella se rompieron y desbordó la imaginación de los que se
atrevieron a decir que había “una” personalidad “múltiple”. Quien hizo esto,
enhorabuena, lo hizo desde la psiquiatría y el psicoanálisis, es decir, siempre
se trató de un malestar de la cultura, dicho de otra forma, de una patología
claramente definida. Lo que ahora hay que dejar claro es que la psicología de
la anormalidad se atrevió a marcar fronteras que eventualmente pudieran
fracturarse por la irreverencia de los posestructuralistas y los posmodernos, y
en este punto la vigilancia se tenía que hacer más explícita, pues de lo
contrario andaríamos con medias locuras que, según ellos, hasta nos vendrían
bien en estos tiempos adjetivados de formas extrañas (líquida, hipermoderna,
consumista, depresiva, resiliente, feminista, etc.). Se hizo psicopatología,
decía, y por ende en un objeto de intervención médica y técnica. Claro que esto
convirtió a la psiquiatría como una enemiga de sus programas de investigación,
pues abatir la unidad de la personalidad era para ellos alternativa de
existencia.
Hesse lo sabía, Harry lo supo
después, al mundo de la ficción se entra renunciando a la cordura. Asimismo
como cuando entramos al consultorio de un psicoanalista, donde los mejores
logros de nuestra vida cotidiana, es decir, nuestros mecanismos de defensa
tienen que ir fisurándose para que alguien pueda descifrar el entramado
angustiante. Básicamente porque se puede matar sin ser asesino, como Harry lo
hace con Armanda; se puede hablar con Mozart con la certeza de que ahí está,
que nos responde, que nos aconseja, que no es una mentira, más bien es otra
posibilidad. Pero bueno, lo que yo digo es que como intervención técnica me
parece perfecto, pero eso de imaginario colectivo o forma social sí me prende
las alarmas, porque, y esto dicho con sinceridad, la ficción sí que le hace
bien a la vida humana, pero de ahí que determine nuestros patrones de
comportamiento antes que la dimensión empírica de la existencia sí me da
urticaria.
“El lobo estepario” ofrece un final
con un derrotero narrativo de sensualidad y sexualidad, entre lo real y lo
imaginario. Pero es que lo imaginado, la ficción, también lo forma a uno. Ya
hemos acordado esto. Y, entonces, ¿qué papel juega la imaginación en la obra?
La respuesta está en la pluma de Hesse: le da potencia a la subjetividad, y quizá
es el momento cuando más extraña se pone la obra, porque hay un coqueteo con lo
que es real y lo que es imaginario en la vida de Harry, y aunque una lectura
cuidadosa nos dice en qué momento es y no es verdad ficcional, no me cabe la
menor duda de que hay una invitación a asumir ambas como una forma más de
existencia. Insisto, es algo con lo que no puedo estar de acuerdo. Claro, una
novela de posguerra no tiene nada mejor que ofrecer ―y quizá esta fuera su
principal tarea― que un mundo distinto, aunque se
tratara de la miseria humana ―la siguiente
guerra a disputar y en la que, creo yo, seguimos en ella―.
El tema de ese doble mundo psíquico
es recurrente en la literatura (es que, en serio, lo que emerge como guiño de
pronto es potente gracias a una fuerza imaginativa): “El doble” de Fiódor
Dostoyevski o bien “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” de Robert Louis
Stevenson son dos novelas que ayuda a respondernos por dónde le entra el agua
al coco.
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