Ediciones Akal, junto con
un colectivo de reflexión crítica, han construido una colección que lleva por
nombre “¿Qué hacemos?”. Qué hacemos con la política económica y la educación,
con la sociedad laica y la crisis ecológica, por ejemplo. Juan José Castillo
Alonso, profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid,
coordinó el número 9 de este proyecto: “¿Qué hacemos con el trabajo?” (Akal,
2013). La respuesta a esta pregunta exige meditar una cuestión previa: “¿Qué
hacemos cuando el miedo, la resignación, la rabia, nos paralizan?”. Pues bien,
Ruth Garavante, David García, Chs González y Rocío Lleó no dudan en responder
lo siguiente: “elaborar una agenda social que se oponga al programa de derribo
iniciado”. Es decir, el plan es trabajar conceptual y operativamente,
comprender el mundo de la economía de “expertos y eruditos” y lograr definirlos
en el mundo de lo cotidiano. Solo así seremos capaces de ver, otra vez lo digo,
por dónde le entra el agua al coco.
En mi tesis doctoral estoy
planteando un presupuesto: el trabajo es un productor y organizador de
subjetividades, pero, y ojo aquí, éstas tienen un nivel teórico que, si me
apuran, es más importante que su dimensión empírica. Por qué: básicamente
porque las subjetividades son entidades discursivas, es decir, palabras que se
llenaron de contenido teórico-político. En este sentido, existe una disputa
entre dos bandos, dos pathos, dos condiciones, por definir el trabajo en la
vida contemporánea y dictaminar para qué sirve en la condición humana. La
modernidad y la posmodernidad se encuentran en pugna en las universidades, en
los medios de comunicación, en los gobiernos con sus oposiciones y,
peligrosamente, en los corporativos que se han encargado de pulverizar los
colectivos laborales.
Los autores dejan algo
claro como punto de partida: las formas de trabajo producen y reproducen
nuestras sociedades, pero advierten que hay un trabajo que se hace cuando se
tiene un empleo, no obstante, hay otro que al no estar remunerado carece de
importancia para las entidades aludidas y por eso mismo se soslaya de cualquier
tipo de beneficio. Eventualmente el texto ofrece una postura desde cierto
feminismo que pone a las mujeres como víctimas de esta situación. Yo creo que
no es cierto completamente, no obstante el argumentario más o menos descifra
las pistas que ofrecen y sostienen en todo el libro. El programa que proponen
como alternativa es justamente visibilizar estos dos trabajos, el insertado en
un empleo (donde se recibe un salario o un pago por él) y aquel que se hace
desde casa (principalmente el cuidado de nuestros niños y nuestros ancianos). Y
aquí sí llevan razón, David Graeber dijo que los cuidadores son los próximos
sujetos revolucionarios.
Hay cosas que quiero
entender cuando leo un ensayo sobre el trabajo y la precariedad, sobre el
trabajo precario, y entre ellas destaca el hecho de que yo me siento parte del
precariado, mi historia laboral responde a criterios mínimos y otros
particulares que me ubican ahí. Pero tras varias entrevistas que he realizado
desde que comencé con mi investigación me han llevado a puntos discutibles de
mis andamios teóricos. Más de un profesor universitario, que goza de una plaza
de tiempo completo o medio tiempo, me ha dicho que se siente parte del
precariado, sobre todo porque la cantidad de hora que le dedica a algo que de
principio le apasiona, lo ha orillado a unos niveles de estrés que ni él mismo
se imaginaba que podría llegar a ocurrir en el mundo académico. Pero luego
reparo y digo: la precariedad no es un estado de ánimo, no es un “sentirse en”,
sino más bien reconocer ciertos márgenes claramente definidos de lo que
significa estar en condición precaria. Pero claro, entre nuestro no llegar a
fin de mes con las becas nacionales y el arte del freelance, y su no dejar de
publicar para alcanzar la línea mínima de producción para tener derecho a un
sobresueldo que los hace sostener la vida que tienen, no veo mucha diferencia.
Veamos por qué.
Los autores se hacen unas
preguntas interesantes, a mí me interesa una en particular, reza más o menos
así: ¿en serio los empleados de corporativos se creen diferentes a los
conductores de camiones que los llevan a casa casi a medianoche cuando todas
las cortinas de los comercios están cerradas y las luces públicas iluminan a los
fantasmas? Ellos pueden creer que sí, que son de mundos diferentes, pero no es
muy cierto, porque el punto de confluencia es lo que Juan José Castillo llamó
en uno de sus libros “la soledad del trabajador global”, alguien que sale muy
de madrugada para cubrir la cuota de puntualidad mensual en la oficina, después
le toca cubrir una buena cantidad de actividades técnicas que reflejan su
rendimiento y producción, y de pronto se hace de noche y ahí están los dos, el
chofer y el empleado del mes. Si esto funciona así, entonces un profesor
universitario de tiempo completo que tiene mi edad, y yo, un estudiante de
doctorado haciendo de profesor por horas sin seguridad social y completando el
mínimo necesario edición y corrección de estilo de textos, en realidad no somos
muy diferentes. Porque el trabajo, si tengo razón en mi presupuesto, construye
subjetividades, las organiza y nos presenta en las relaciones sociales.
La precariedad, dicen los
autores, es no tener el control de nuestras decisiones. Vamos, y aquí recuerdo
a un compositor amigo mío, “inerme río abajo” a las voluntades de una economía
siempre en crisis ―los autores dicen que de
plano esto ya es estructural― a los ajustes estratégicos de las empresas que si más le dan las gracias a 70 o 100 o 1000
trabajadores, haciéndoles sentir que parte del problema ―si no es que todo el problema― son ellos, su falta de rendimiento, su falta
de compromiso con la empresa, con esa familia. Pero los dueños y los patrones tienen una estrategia para
salir al paso de esta incomodidad: “pensamiento positivo”. Así le llaman y a mí
me resulta patético. Porque por alguna razón, a decir de ellos, el desempleo es
un “área de oportunidades” o desde el cinismo “una gran bendición para
emprender”. Este es el otro tema, un obstáculo epistemológico que debemos
tumbar si queremos comprender teóricamente para qué trabajamos en la vida.
La cultura del emprendedor está en todas partes: trabajo y emprendedurismo comienzan a sonar a una sola cosa, a ese sinónimo que hay que evitar que termine por borrar los márgenes de cada cual. Emprender un negocio no es mala idea, hay que tener la cara de cemento para no darse cuenta de que es una alternativa de vida digna, lo que los autores están cuestionando, y sin duda comparto la idea, es algo más sutil y por eso los 'nuevos emprendedores' ni se enteran: su presencia no es más que la negación del trabajo.
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