domingo, 31 de enero de 2021

“Qué hacemos con el trabajo” de Juan José Castillo (coord.)

 


Ediciones Akal, junto con un colectivo de reflexión crítica, han construido una colección que lleva por nombre “¿Qué hacemos?”. Qué hacemos con la política económica y la educación, con la sociedad laica y la crisis ecológica, por ejemplo. Juan José Castillo Alonso, profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid, coordinó el número 9 de este proyecto: “¿Qué hacemos con el trabajo?” (Akal, 2013). La respuesta a esta pregunta exige meditar una cuestión previa: “¿Qué hacemos cuando el miedo, la resignación, la rabia, nos paralizan?”. Pues bien, Ruth Garavante, David García, Chs González y Rocío Lleó no dudan en responder lo siguiente: “elaborar una agenda social que se oponga al programa de derribo iniciado”. Es decir, el plan es trabajar conceptual y operativamente, comprender el mundo de la economía de “expertos y eruditos” y lograr definirlos en el mundo de lo cotidiano. Solo así seremos capaces de ver, otra vez lo digo, por dónde le entra el agua al coco.

En mi tesis doctoral estoy planteando un presupuesto: el trabajo es un productor y organizador de subjetividades, pero, y ojo aquí, éstas tienen un nivel teórico que, si me apuran, es más importante que su dimensión empírica. Por qué: básicamente porque las subjetividades son entidades discursivas, es decir, palabras que se llenaron de contenido teórico-político. En este sentido, existe una disputa entre dos bandos, dos pathos, dos condiciones, por definir el trabajo en la vida contemporánea y dictaminar para qué sirve en la condición humana. La modernidad y la posmodernidad se encuentran en pugna en las universidades, en los medios de comunicación, en los gobiernos con sus oposiciones y, peligrosamente, en los corporativos que se han encargado de pulverizar los colectivos laborales.

Los autores dejan algo claro como punto de partida: las formas de trabajo producen y reproducen nuestras sociedades, pero advierten que hay un trabajo que se hace cuando se tiene un empleo, no obstante, hay otro que al no estar remunerado carece de importancia para las entidades aludidas y por eso mismo se soslaya de cualquier tipo de beneficio. Eventualmente el texto ofrece una postura desde cierto feminismo que pone a las mujeres como víctimas de esta situación. Yo creo que no es cierto completamente, no obstante el argumentario más o menos descifra las pistas que ofrecen y sostienen en todo el libro. El programa que proponen como alternativa es justamente visibilizar estos dos trabajos, el insertado en un empleo (donde se recibe un salario o un pago por él) y aquel que se hace desde casa (principalmente el cuidado de nuestros niños y nuestros ancianos). Y aquí sí llevan razón, David Graeber dijo que los cuidadores son los próximos sujetos revolucionarios.

Hay cosas que quiero entender cuando leo un ensayo sobre el trabajo y la precariedad, sobre el trabajo precario, y entre ellas destaca el hecho de que yo me siento parte del precariado, mi historia laboral responde a criterios mínimos y otros particulares que me ubican ahí. Pero tras varias entrevistas que he realizado desde que comencé con mi investigación me han llevado a puntos discutibles de mis andamios teóricos. Más de un profesor universitario, que goza de una plaza de tiempo completo o medio tiempo, me ha dicho que se siente parte del precariado, sobre todo porque la cantidad de hora que le dedica a algo que de principio le apasiona, lo ha orillado a unos niveles de estrés que ni él mismo se imaginaba que podría llegar a ocurrir en el mundo académico. Pero luego reparo y digo: la precariedad no es un estado de ánimo, no es un “sentirse en”, sino más bien reconocer ciertos márgenes claramente definidos de lo que significa estar en condición precaria. Pero claro, entre nuestro no llegar a fin de mes con las becas nacionales y el arte del freelance, y su no dejar de publicar para alcanzar la línea mínima de producción para tener derecho a un sobresueldo que los hace sostener la vida que tienen, no veo mucha diferencia. Veamos por qué.

Los autores se hacen unas preguntas interesantes, a mí me interesa una en particular, reza más o menos así: ¿en serio los empleados de corporativos se creen diferentes a los conductores de camiones que los llevan a casa casi a medianoche cuando todas las cortinas de los comercios están cerradas y las luces públicas iluminan a los fantasmas? Ellos pueden creer que sí, que son de mundos diferentes, pero no es muy cierto, porque el punto de confluencia es lo que Juan José Castillo llamó en uno de sus libros “la soledad del trabajador global”, alguien que sale muy de madrugada para cubrir la cuota de puntualidad mensual en la oficina, después le toca cubrir una buena cantidad de actividades técnicas que reflejan su rendimiento y producción, y de pronto se hace de noche y ahí están los dos, el chofer y el empleado del mes. Si esto funciona así, entonces un profesor universitario de tiempo completo que tiene mi edad, y yo, un estudiante de doctorado haciendo de profesor por horas sin seguridad social y completando el mínimo necesario edición y corrección de estilo de textos, en realidad no somos muy diferentes. Porque el trabajo, si tengo razón en mi presupuesto, construye subjetividades, las organiza y nos presenta en las relaciones sociales.

La precariedad, dicen los autores, es no tener el control de nuestras decisiones. Vamos, y aquí recuerdo a un compositor amigo mío, “inerme río abajo” a las voluntades de una economía siempre en crisis los autores dicen que de plano esto ya es estructural a los ajustes estratégicos de las empresas que si más le dan las gracias a 70 o 100 o 1000 trabajadores, haciéndoles sentir que parte del problema si no es que todo el problema son ellos, su falta de rendimiento, su falta de compromiso con la empresa, con esa familia. Pero los dueños y los patrones tienen una estrategia para salir al paso de esta incomodidad: “pensamiento positivo”. Así le llaman y a mí me resulta patético. Porque por alguna razón, a decir de ellos, el desempleo es un “área de oportunidades” o desde el cinismo “una gran bendición para emprender”. Este es el otro tema, un obstáculo epistemológico que debemos tumbar si queremos comprender teóricamente para qué trabajamos en la vida.

La cultura del emprendedor está en todas partes: trabajo y emprendedurismo comienzan a sonar a una sola cosa, a ese sinónimo que hay que evitar que termine por borrar los márgenes de cada cual. Emprender un negocio no es mala idea, hay que tener la cara de cemento para no darse cuenta de que es una alternativa de vida digna, lo que los autores están cuestionando, y sin duda comparto la idea, es algo más sutil y por eso los 'nuevos emprendedores' ni se enteran: su presencia no es más que la negación del trabajo.

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