Una startup es
una empresa de reciente creación que aspira a escalar económicamente de forma acelerada.
Su construcción y operación está estrechamente relacionada con el internet y
las TIC’s. Su objetivo es básico, satisfacer las necesidades de su target,
es decir, su público objetivo. Su financiamiento puede proceder de inversores
privados o público. Al principio pueden ser dos amigos trabajando desde la
universidad en la cochera de sus casas y en breve se espera que ofrezcan centenas
de puestos de trabajo en su país de origen y a nivel mundial. Al final, quienes
estén al mando de una startup se forran de billetes. Solo hay un
problema: nueve de cada diez fracasan, y la excepción se publicita como la
norma. Ese es su único y más peligroso problema y por eso mismo interesa a las ciencias
sociales.
Sí, Facebook y Uber son dos
ejemplos de las startups. Pero eso, dos entre miles, porque está de moda.
Startups es sinónimo de emprededurismo, y bien visto, también es sinónimo
de Venture capital, o sea, capital de riesgo, o sea, perderlo todo y
quedarse en la calle, llevándose por delante a decenas de trabajadores jóvenes
entusiastas (casi que genios) que volverán del sitio de donde salieron: el
precariado.
Esto es en buena parte lo
que describe La farsa de las startups. La cara oculta del mito
emprendedor (Catarata, 2019) del escritor español Javier López
Menacho (Jerez de la Frontera, 1982). Sin embargo se hace una pregunta
interesante: ¿es este un libro contra las startups? Nada más falso, en
realidad es un libro a favor de ellas, solo que toca desencriptar las
narrativas triunfalistas sobre lo que es bien sabido es más probable que
fracase antes de que triunfe. Entonces, la caída o el simple intento de una
emprensa emergente es estructural, no es un fallo de cálculo, más bien siempre
ha estado calculado. Los que intentan emprender un negocio tecnológico con sus
ahorros de toda la vida, eventualmente necesitarán de empleados jóvenes que no
tengan ningún tipo de compromiso familiar, porque es probable que todo salga
mal. Pero, repito, no son ningunos fracasados, ni fracasaron para ganar
experiencia, más bien, y esto hay que tenerlo claro, se contaba con su fracaso,
es más, hasta era necesario para los mínimos casos de éxito. Por aquí es por
donde le entra el agua al coco. ¿De qué va esta psicología laboral en el
emprendedor y en los empleados? ¿Acaso esta psicología se ha establecido de
forma definitiva en el entramado social que actualmente nos cupo en suerte? La
respuesta es, sencillamente, aterradora.
En mi tesis doctoral estoy
tratando de desarrollar la siguiente hipótesis: el trabajo en tanto productor y
organizador de subjetividades está contenido de significados teóricos y
políticos, en el mejor de los casos estos son críticos, pero desde otro punto
de vista, y en los tiempos que corren como sentimiento ideológico (me refiero a
los últimos treinta años), lo que ha habido es un vaciamiento de aquellos
contenidos que configuraban la identidad del trabajador (de la clase
trabajadora, si se quiere decir mejor). Claro, la disputa está entre la
herencia del proyecto moderno y el pathos posmoderno, esta pugna va cifrando
las victorias y las derrotas y se observan en la conceptualización del trabajo:
para qué sirve, en qué trabajamos, cuáles trabajos realmente son útiles y
quiénes son los que pueden o no trabajar. En fin. Así que cuando me topé con La
farsa de las startups me pregunté sí quienes hacían de empleados en una
empresa emergente eran realmente trabajadores, si eso era realmente un trabajo.
López Menacho me ha ayudado a descifrarlo, a él también le tocó la indagatoria:
no, no es un trabajo, y tiene que ver con el discurso construido desde la posmodernidad.
Se trata más bien de un “proyecto”, de un “riesgo”, de un “ser el propio jefe”,
de un “sacar el emprendedor que llevamos dentro”, de un “todos los fracasos son
los caminos al éxito”. Después sigue una serie de anglicismo que a mí me causa
escarnio, y qué decir de los eufemismos, con ésos me vomito.
Dice el autor ―que escribe con una buena pluma, dicho sea de
paso― que las tartups se trata de un “ecosistema
que produce trabajo de escasa perdurabilidad, y que obliga a un altísimo
porcentaje de sus empleados a buscar alternativas de empleo en el corto o medio
plazo”, esto quiere decir que trabajar en una startup es algo
transitorio, pero no como consecuencia, sino como estructura, insisto en eso, en
lo breve, en el lapso, en lo momentáneo. Aunque en este caso no es porque se
busquen nuevos horizontes, es que el fracaso exige buscar otros horizontes que
también, muy probablemente, fracasarán. Pero ojo, que no todo es grave en este
asunto, las estadísticas no definen la vida, solo lanzan probabilidades, aunque
Menacho dice que la suerte ―lo contingente hubiera estado
mejor, pero en fin― juega un papel importante
en esto, y, sea como fuere, el éxito es alcanzable en las startups, lo
que se está discutiendo en este libros son los recovecos maliciosos ―pasados de lanza, como decimos en mi país― que se administran en altos niveles económicos
y políticos, y que finalmente son los que sostienen una empresa emergente.
La cosa grave es que el escenario
no es halagüeño, sin embargo la narrativa del emprendedurismo, bastión de las startups,
se ha colado a varios estadios de la vida. Por ejemplo, en la educación, ora
básica, ora profesional. Menacho hace un buen análisis de este proceso
acelerado, como lo es todo en este ecosistema. Lo que se estaba gestando ahora
es una realidad, me refiero a lo que una profesora de escuela le dijo al autor:
“un modelo pedagógico mercantilista” donde a los niños se les enseña y a los jóvenes
talentosos se les insiste que invertir en una empresa emergente es lo mejor que
pueden llegar a hacer para alcanzar una movilidad social, o sea, volverse
millonarios. Esto bajo la premisa de que un niño educado en emprendedurismo es
más probable ―otra vez las estadística― que proyecte una empresa emergente antes que
aquellos que siguieron con una educación alejada de la “educación
financiera”. Aquí, los que están volando sobre el cadáver muerto de la esperanza
son los gurús de la fortuna, gente joven, guapa, maciza, cacha, que sale en
videos narrando cómo lo hicieron ellos y por qué tienen tantas ganas para que
el resto del mundo lo haga igual. Algo así como “me siento solo en medio de
tanto éxito que quiero que ustedes hagan lo mismo y sean mi competencia”. Sin
duda, una patraña.
Javier López Menacho sabe de
qué está hablando porque él trabajó en más de un startup, pero hizo algo
que solo puede lograr quien se mira al espejo con detalle: pensar en su papel
como empleado de una empresa emergente. La pregunta psicológica es esta: ¿qué
demonios estoy haciendo aquí y por cuánto tiempo más lo puedo resistir? En mi
país, que lleva más de cien años viéndose en el espejo, nos preguntamos algo
más dramáticos: ¿pero qué chingados estoy haciendo conmigo en una empresa como
ésta, donde gano el mínimo y trabajo más de doce horas en ofician y lo que no
termino aquí me lo llevo al cuarto de cuatro por tres que rento en un barrio
caro? La respuesta ya se ha dado en mi continente: sobreviviendo el precariado.
Pero decía que Menacho sabe de qué habla, y lo digo porque sentencia algo
interesante: una startup que no tuvo a bien lograrse, o que en un
periodo de tres años sencillamente terminó en nada, no significa la muerte
pública y laboral de los que la crearon y los que la integraron, porque ofrece
una apertura técnica y de conocimiento en el mercado laboral “clásico y pasado
de moda”, las Pymes, por ejemplo. O bien en las industrias tecnológicas fuertemente
cimentadas sobre algo que hoy paree que carece de valor: el paso del tiempo
lento porque se intenta llegar lejos y a más de dos generaciones. Esto quizá
sea lo que hace falta en las empresas emergentes.
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