jueves, 11 de febrero de 2021

“La farsa de las startups” de Javier López Menacho

 


Una startup es una empresa de reciente creación que aspira a escalar económicamente de forma acelerada. Su construcción y operación está estrechamente relacionada con el internet y las TIC’s. Su objetivo es básico, satisfacer las necesidades de su target, es decir, su público objetivo. Su financiamiento puede proceder de inversores privados o público. Al principio pueden ser dos amigos trabajando desde la universidad en la cochera de sus casas y en breve se espera que ofrezcan centenas de puestos de trabajo en su país de origen y a nivel mundial. Al final, quienes estén al mando de una startup se forran de billetes. Solo hay un problema: nueve de cada diez fracasan, y la excepción se publicita como la norma. Ese es su único y más peligroso problema y por eso mismo interesa a las ciencias sociales.  

Sí, Facebook y Uber son dos ejemplos de las startups. Pero eso, dos entre miles, porque está de moda. Startups es sinónimo de emprededurismo, y bien visto, también es sinónimo de Venture capital, o sea, capital de riesgo, o sea, perderlo todo y quedarse en la calle, llevándose por delante a decenas de trabajadores jóvenes entusiastas (casi que genios) que volverán del sitio de donde salieron: el precariado.

Esto es en buena parte lo que describe La farsa de las startups. La cara oculta del mito emprendedor (Catarata, 2019) del escritor español Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982). Sin embargo se hace una pregunta interesante: ¿es este un libro contra las startups? Nada más falso, en realidad es un libro a favor de ellas, solo que toca desencriptar las narrativas triunfalistas sobre lo que es bien sabido es más probable que fracase antes de que triunfe. Entonces, la caída o el simple intento de una emprensa emergente es estructural, no es un fallo de cálculo, más bien siempre ha estado calculado. Los que intentan emprender un negocio tecnológico con sus ahorros de toda la vida, eventualmente necesitarán de empleados jóvenes que no tengan ningún tipo de compromiso familiar, porque es probable que todo salga mal. Pero, repito, no son ningunos fracasados, ni fracasaron para ganar experiencia, más bien, y esto hay que tenerlo claro, se contaba con su fracaso, es más, hasta era necesario para los mínimos casos de éxito. Por aquí es por donde le entra el agua al coco. ¿De qué va esta psicología laboral en el emprendedor y en los empleados? ¿Acaso esta psicología se ha establecido de forma definitiva en el entramado social que actualmente nos cupo en suerte? La respuesta es, sencillamente, aterradora.

En mi tesis doctoral estoy tratando de desarrollar la siguiente hipótesis: el trabajo en tanto productor y organizador de subjetividades está contenido de significados teóricos y políticos, en el mejor de los casos estos son críticos, pero desde otro punto de vista, y en los tiempos que corren como sentimiento ideológico (me refiero a los últimos treinta años), lo que ha habido es un vaciamiento de aquellos contenidos que configuraban la identidad del trabajador (de la clase trabajadora, si se quiere decir mejor). Claro, la disputa está entre la herencia del proyecto moderno y el pathos posmoderno, esta pugna va cifrando las victorias y las derrotas y se observan en la conceptualización del trabajo: para qué sirve, en qué trabajamos, cuáles trabajos realmente son útiles y quiénes son los que pueden o no trabajar. En fin. Así que cuando me topé con La farsa de las startups me pregunté sí quienes hacían de empleados en una empresa emergente eran realmente trabajadores, si eso era realmente un trabajo. López Menacho me ha ayudado a descifrarlo, a él también le tocó la indagatoria: no, no es un trabajo, y tiene que ver con el discurso construido desde la posmodernidad. Se trata más bien de un “proyecto”, de un “riesgo”, de un “ser el propio jefe”, de un “sacar el emprendedor que llevamos dentro”, de un “todos los fracasos son los caminos al éxito”. Después sigue una serie de anglicismo que a mí me causa escarnio, y qué decir de los eufemismos, con ésos me vomito.  

Dice el autor que escribe con una buena pluma, dicho sea de paso que las tartups se trata de un “ecosistema que produce trabajo de escasa perdurabilidad, y que obliga a un altísimo porcentaje de sus empleados a buscar alternativas de empleo en el corto o medio plazo”, esto quiere decir que trabajar en una startup es algo transitorio, pero no como consecuencia, sino como estructura, insisto en eso, en lo breve, en el lapso, en lo momentáneo. Aunque en este caso no es porque se busquen nuevos horizontes, es que el fracaso exige buscar otros horizontes que también, muy probablemente, fracasarán. Pero ojo, que no todo es grave en este asunto, las estadísticas no definen la vida, solo lanzan probabilidades, aunque Menacho dice que la suerte lo contingente hubiera estado mejor, pero en fin juega un papel importante en esto, y, sea como fuere, el éxito es alcanzable en las startups, lo que se está discutiendo en este libros son los recovecos maliciosos pasados de lanza, como decimos en mi país que se administran en altos niveles económicos y políticos, y que finalmente son los que sostienen una empresa emergente.    

La cosa grave es que el escenario no es halagüeño, sin embargo la narrativa del emprendedurismo, bastión de las startups, se ha colado a varios estadios de la vida. Por ejemplo, en la educación, ora básica, ora profesional. Menacho hace un buen análisis de este proceso acelerado, como lo es todo en este ecosistema. Lo que se estaba gestando ahora es una realidad, me refiero a lo que una profesora de escuela le dijo al autor: “un modelo pedagógico mercantilista” donde a los niños se les enseña y a los jóvenes talentosos se les insiste que invertir en una empresa emergente es lo mejor que pueden llegar a hacer para alcanzar una movilidad social, o sea, volverse millonarios. Esto bajo la premisa de que un niño educado en emprendedurismo es más probable otra vez las estadística que proyecte una empresa emergente antes que aquellos que siguieron con una educación alejada de la “educación financiera”. Aquí, los que están volando sobre el cadáver muerto de la esperanza son los gurús de la fortuna, gente joven, guapa, maciza, cacha, que sale en videos narrando cómo lo hicieron ellos y por qué tienen tantas ganas para que el resto del mundo lo haga igual. Algo así como “me siento solo en medio de tanto éxito que quiero que ustedes hagan lo mismo y sean mi competencia”. Sin duda, una patraña.

Javier López Menacho sabe de qué está hablando porque él trabajó en más de un startup, pero hizo algo que solo puede lograr quien se mira al espejo con detalle: pensar en su papel como empleado de una empresa emergente. La pregunta psicológica es esta: ¿qué demonios estoy haciendo aquí y por cuánto tiempo más lo puedo resistir? En mi país, que lleva más de cien años viéndose en el espejo, nos preguntamos algo más dramáticos: ¿pero qué chingados estoy haciendo conmigo en una empresa como ésta, donde gano el mínimo y trabajo más de doce horas en ofician y lo que no termino aquí me lo llevo al cuarto de cuatro por tres que rento en un barrio caro? La respuesta ya se ha dado en mi continente: sobreviviendo el precariado. Pero decía que Menacho sabe de qué habla, y lo digo porque sentencia algo interesante: una startup que no tuvo a bien lograrse, o que en un periodo de tres años sencillamente terminó en nada, no significa la muerte pública y laboral de los que la crearon y los que la integraron, porque ofrece una apertura técnica y de conocimiento en el mercado laboral “clásico y pasado de moda”, las Pymes, por ejemplo. O bien en las industrias tecnológicas fuertemente cimentadas sobre algo que hoy paree que carece de valor: el paso del tiempo lento porque se intenta llegar lejos y a más de dos generaciones. Esto quizá sea lo que hace falta en las empresas emergentes.   

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