Al sol de mediodía se le conoce como
la hora del demonio, de Lucifer, de la gente que respira y transpira maldad.
Así es en la provincia. Es la hora binnidxaba´. Las viejas costumbres
han venido recomendando desde hace muchas décadas, no salir de casa, o esperar
a que pasen unos minutos y, entonces sí, retomar la vida cotidiana de las
calles. Incluso, a quienes esta mala hora los pilla en mitad de un mandado, sin
más se suben a una banqueta o buscan la sombra de un árbol para resguardarse
hasta que algo ―nunca he sabido qué― les indique que ya pueden continuar. Mi abuela decía que a esa hora estaba prohibido mentir, lanzar maldiciones o abrir la
ventana sin ofrecer una pequeña plegaria a San Vicente Ferrer, el santo patrón del pueblo. Eran los minutos más despiadados del día, más aún si era domingo.
Cuento esto porque he leído “La
mala hora” (Oveja Negra, 1980) de Gabriel García Márquez (Aracataca,
Colombia, 1927) y justo cuando andaba por las últimas páginas la lista de
reproducción hizo sonar “Vientos de mar”, un son jarocho que me devolvió a la
inmensidad del Istmo de Tehuantepec. Un Macondo a lo Gabo, eso es lo que quiero
decir: “Vientos del este, vientos del mar, vientos que invitan a navegar” dice
el estribillo de este son y que sin duda podría ser la cabeza de la banda
sonora de esta novela. Y la vuelvo a poner y releo las últimas páginas, quiero
llegar al punto final con la nota que concluye la música. Creo que me quedé
colgado del tema y me hizo sentir que, por lo menos a mí, la vida me resultaría
suficiente con música y literatura. No necesito más. Entonces digo “esto ha
sucedido en Palomares, apenas pasadito de la ciudad ferrocarrilera”, y sonrío
con nadie, porque así es cuando a uno le basta la literatura y la música,
ejercicio por demás solitario.
Pero no, ha sucedido en un pueblo
caribeño de Colombia, después de la guerra civil que perdieron los liberales y
que los conservadores no dejaron de celebrar a su manera: fastidiándoles la
vida a los vencidos; es decir, recordándoles todos los días que fracasaron como
soldados, que los conservadores seguirán ejerciendo el poder y que ellos serán
los malditos y apestados, los muy otros. Pero éstos no se quedan callados,
saben que tienen que hacer algo. De pronto en ese pueblo ―o quizá fue en Ixhuatán, al norte del Istmo― comienzan a
aparecer pasquines donde se cuentan los secretos de un pueblo pequeño pero que enciende un infierno muy grande. El primer indignado coge su
arma y busca al hombre que hozó mancillar su honor. Sin confirmar razones, sólo obedeciendo a lo que el pasquín declaró, de su arma salió la bala que
inauguró la mala hora, la que tensó de más los ya frágiles hilos que sostenían
la paz en Colombia.
Así es como entiendo que hay una hora
del demonio, como aquí en la provincia, y que esa mala hora dura unos minutos o
bien una década, o quizá cinco, o cien años de eterna soledad. Cuando comencé a
leer la novela le propuse a mi madre que yo iba por la tortilla, pero eso sí,
iría a mediodía, con 40°C nadie duda de que el diablo ronde mi barrio. La ojimiel
me miró y me dijo “muchacho, pero qué haces en la calle a esta hora, ¿no sabes
que…?”. Que no completara la sentencia me indicaba que el rumor casi era
cierto, eso de que a uno se topa al binnidxaba´ y éste ya no lo suelta,
lo seduce y lo deja ahí tirado en una baqueta, borracho y sin más deseos de
volver a la casa materna o sentimental. Entonces me asusto, porque así es la
literatura y la música: nos causa terror o nos hace llorar.
En “La mala hora” está el sacerdote,
que confía que sin iglesia no habría moral, lo sabe y no duda en ejercer el
poder maniqueo que nadie se atreve a cuestionarle. También está el alcalde que
tiene por tarea sostener la paz a como dé lugar, incluso con más violencia si
de eso dependiera. No falta el peluquero, la ciega, el dentista o el médico. Un
universo en la mente del escritor que desde 1962 ya nos venía anunciando que
los cien años de soledad de América Latina se aproximaban, que la paz prometida
nunca llegó, siempre fue, más bien, un intersticio porque las balas se habían
terminado, porque las fuerzas se agotaron, porque había que sacar rabia de
alguna parte. Liberales y conservadores nunca descansaron, en realidad la
supuesta paz no era más que un tiempo fuera antes de arremeter de nueva cuenta
contra la dignidad humana.
Supongo que cualquier proceso de paz
en el mundo tiene una mala hora, y esa es rastreada, controlada y se intenta
sortear. “La política sirve para no matarnos entre nosotros” dijo alguien
alguna vez, y llevaba mucha razón; quizá por eso cuando buscamos paz lo que se
tiene que cuidar es la política y su tecnología de aplicación para tan
vulnerable empresa. El enemigo de la paz opera en ella, la violencia,
antagónica siempre, hecha a andar a la paz y la hace actuar en realidad
cotidiana, y por eso mismo, y aquí vuelvo a “La mala hora”, la paz entre
liberales y conservadores estaba más en la memoria que en el presente, porque
éste era tan efímero que no caían en la cuenta de que se trataba de la luz
tardía que llegaba después de que la estrella ya había estallado.
Yo no sé si el Istmo de Tehuantepec
sea Macondo, pero se le parece; yo no sé si “La mala hora” sea una novela
pendiente por escribir aquí en la provincia, pero ahí están todos los elementos
narrativos, falta que alguien llegue y los coja. Pero de una cosa sí estoy muy
seguro, una camada de escritores jóvenes está asomando sus narices y sabe que
de mar a mar ―de Golfo a Pacífico― hay Macondos que tienen que ser
contados en una lengua universal, que no es más que la lengua que nombró el agua, los árboles, la
libertad, el amor y, sin tapujos, señaló con el dedo y dijo “ese es el
binnidxaba´”, denunciando así, quizá, el tramo final de los cien años de
soledad de nuestra América Latina. Lo viejo es más bien robusto; sigo
insistiendo en esto.
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