martes, 30 de marzo de 2021

“La mala hora” de Gabriel García Márquez

 


Al sol de mediodía se le conoce como la hora del demonio, de Lucifer, de la gente que respira y transpira maldad. Así es en la provincia. Es la hora binnidxaba´. Las viejas costumbres han venido recomendando desde hace muchas décadas, no salir de casa, o esperar a que pasen unos minutos y, entonces sí, retomar la vida cotidiana de las calles. Incluso, a quienes esta mala hora los pilla en mitad de un mandado, sin más se suben a una banqueta o buscan la sombra de un árbol para resguardarse hasta que algo nunca he sabido qué les indique que ya pueden continuar. Mi abuela decía que a esa hora estaba prohibido mentir, lanzar maldiciones o abrir la ventana sin ofrecer una pequeña plegaria a San Vicente Ferrer, el santo patrón del pueblo. Eran los minutos más despiadados del día, más aún si era domingo.

Cuento esto porque he leído “La mala hora” (Oveja Negra, 1980) de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927) y justo cuando andaba por las últimas páginas la lista de reproducción hizo sonar “Vientos de mar”, un son jarocho que me devolvió a la inmensidad del Istmo de Tehuantepec. Un Macondo a lo Gabo, eso es lo que quiero decir: “Vientos del este, vientos del mar, vientos que invitan a navegar” dice el estribillo de este son y que sin duda podría ser la cabeza de la banda sonora de esta novela. Y la vuelvo a poner y releo las últimas páginas, quiero llegar al punto final con la nota que concluye la música. Creo que me quedé colgado del tema y me hizo sentir que, por lo menos a mí, la vida me resultaría suficiente con música y literatura. No necesito más. Entonces digo “esto ha sucedido en Palomares, apenas pasadito de la ciudad ferrocarrilera”, y sonrío con nadie, porque así es cuando a uno le basta la literatura y la música, ejercicio por demás solitario.

Pero no, ha sucedido en un pueblo caribeño de Colombia, después de la guerra civil que perdieron los liberales y que los conservadores no dejaron de celebrar a su manera: fastidiándoles la vida a los vencidos; es decir, recordándoles todos los días que fracasaron como soldados, que los conservadores seguirán ejerciendo el poder y que ellos serán los malditos y apestados, los muy otros. Pero éstos no se quedan callados, saben que tienen que hacer algo. De pronto en ese pueblo o quizá fue en Ixhuatán, al norte del Istmo comienzan a aparecer pasquines donde se cuentan los secretos de un pueblo pequeño pero que enciende un infierno muy grande. El primer indignado coge su arma y busca al hombre que hozó mancillar su honor. Sin confirmar razones, sólo obedeciendo a lo que el pasquín declaró, de su arma salió la bala que inauguró la mala hora, la que tensó de más los ya frágiles hilos que sostenían la paz en Colombia.

Así es como entiendo que hay una hora del demonio, como aquí en la provincia, y que esa mala hora dura unos minutos o bien una década, o quizá cinco, o cien años de eterna soledad. Cuando comencé a leer la novela le propuse a mi madre que yo iba por la tortilla, pero eso sí, iría a mediodía, con 40°C nadie duda de que el diablo ronde mi barrio. La ojimiel me miró y me dijo “muchacho, pero qué haces en la calle a esta hora, ¿no sabes que…?”. Que no completara la sentencia me indicaba que el rumor casi era cierto, eso de que a uno se topa al binnidxaba´ y éste ya no lo suelta, lo seduce y lo deja ahí tirado en una baqueta, borracho y sin más deseos de volver a la casa materna o sentimental. Entonces me asusto, porque así es la literatura y la música: nos causa terror o nos hace llorar.

En “La mala hora” está el sacerdote, que confía que sin iglesia no habría moral, lo sabe y no duda en ejercer el poder maniqueo que nadie se atreve a cuestionarle. También está el alcalde que tiene por tarea sostener la paz a como dé lugar, incluso con más violencia si de eso dependiera. No falta el peluquero, la ciega, el dentista o el médico. Un universo en la mente del escritor que desde 1962 ya nos venía anunciando que los cien años de soledad de América Latina se aproximaban, que la paz prometida nunca llegó, siempre fue, más bien, un intersticio porque las balas se habían terminado, porque las fuerzas se agotaron, porque había que sacar rabia de alguna parte. Liberales y conservadores nunca descansaron, en realidad la supuesta paz no era más que un tiempo fuera antes de arremeter de nueva cuenta contra la dignidad humana.

Supongo que cualquier proceso de paz en el mundo tiene una mala hora, y esa es rastreada, controlada y se intenta sortear. “La política sirve para no matarnos entre nosotros” dijo alguien alguna vez, y llevaba mucha razón; quizá por eso cuando buscamos paz lo que se tiene que cuidar es la política y su tecnología de aplicación para tan vulnerable empresa. El enemigo de la paz opera en ella, la violencia, antagónica siempre, hecha a andar a la paz y la hace actuar en realidad cotidiana, y por eso mismo, y aquí vuelvo a “La mala hora”, la paz entre liberales y conservadores estaba más en la memoria que en el presente, porque éste era tan efímero que no caían en la cuenta de que se trataba de la luz tardía que llegaba después de que la estrella ya había estallado.

Yo no sé si el Istmo de Tehuantepec sea Macondo, pero se le parece; yo no sé si “La mala hora” sea una novela pendiente por escribir aquí en la provincia, pero ahí están todos los elementos narrativos, falta que alguien llegue y los coja. Pero de una cosa sí estoy muy seguro, una camada de escritores jóvenes está asomando sus narices y sabe que de mar a mar de Golfo a Pacífico hay Macondos que tienen que ser contados en una lengua universal, que no es más que la lengua que nombró el agua, los árboles, la libertad, el amor y, sin tapujos, señaló con el dedo y dijo “ese es el binnidxaba´”, denunciando así, quizá, el tramo final de los cien años de soledad de nuestra América Latina. Lo viejo es más bien robusto; sigo insistiendo en esto.

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