Anoche mantuve una conversación con un amigo sobre la resistencia al trabajo y estuvimos de acuerdo en un punto: si es por trabajar, como especie humana estamos puesto a ello. Quiero decir que no tenemos ningún problema en entender que eventualmente nos ajustaremos a los engranes de la sociedad capitalista que nos cupo en suerte. Sabemos que nos toca producir, y también sabemos que no siempre seremos los más beneficiados en este proceso. Pero en todo caso ahí estamos, listos para meterle mano a la naturaleza y transformar el mundo. Entonces, si esto es así, aquello de rechazar el trabajo tiene que ver más con los mecanismos de sujeción y de vapuleo hacia nuestro cuerpo y nuestro psiquismo, pero nada más falso que creernos ociosos y parias que prefieren estar tirados en casa sin hacer nada. Vamos, que sí los hay que viven de ese modo, pero no es el caso de lo que resulte ser la estructura, es lo que quiero decir.
En un coloquio de posgrado donde me tocaba presentar los avances de mi investigación, un profesor me lanzó una pregunta interesante: “¿hasta dónde puedes estirar un concepto sin que éste, en cierto momento, parezca que se ha vuelto frágil en los análisis que hagas con él?”. El tipo sabía que me había metido en un aprieto y parecía disfrutarlo, sobre todo porque en diferentes momentos de su clase donde yo era un simple alumno, le intenté mostrar que los conceptos se agotaban en su significado y en su temporalidad, es decir, semántica e históricamente. No obstante, sostenía yo, hay un elemento lógico que le permite llegar más lejos, es decir, que no por viejo es caduco, más bien robusto. El tipo de barbas y lentes a lo Lennon nunca estuvo de acuerdo conmigo, y eso en cierta forma lo agradecí, porque durante buena parte de sus clases manteníamos un diálogo que cuando yo sentía que comenzaba a calentarse decidía darle la razón. Pero ahí, frente a la cohorte del programa de posgrado me sentía acorralado, sin saber qué decirle.