viernes, 13 de diciembre de 2019

"Teoría del olvido" de José Eduardo Agualusa


De un tiempo a esta parte he estado dispuesto a explorar a nuevos autores; esas otras narrativas que siempre creí alejadas de mis intereses y, por qué no, de mis gustos y de mis estados de ánimo. Vaya, quiero decir es que he decidido aceptar recomendaciones literarias, lo que de principio siempre me pareció soberbio por parte de quien sugería un título antes que otro. Mis razones las tenía, una de ellas, la más importante, es que la lectura es particular, es del lector inmóvil (leer es un acto narcisista) con el otro ─que es uno mismo─ que habita frenéticamente la vida que le tocó. Así pues, las recomendaciones son una suerte de intromisión en la vida psíquica y física del lector. Mi apertura hoy no elimina mi postura de siempre.

Mi joven librero, estudiante de letras italianas, me dijo que José Eduardo Agualusa (Angola, 1960) podría ofrecerme una explicación sobre una suerte de arte: la lectura y la soledad, la soledad y lo de afuera, la contingencia y la vida cotidiana, el pasado y el trauma en presente. ¿Cómo demonios se articulan y cuán conscientes somos del hecho? No dudé en llevarme tres títulos del también periodista angoleño, y apenas hace un par de noches comencé con “Teoría general del olvido” (Edhasa, 2017). ¡Bárbaro!
Podría decir ─y con esto no pretendo confesar nada─ que he vivido solo más de la mitad de mi vida; y si algo he aprendido de esa condición (para mis amigos siempre fue un deseo y si se lograba era una moda) es que salir a la calle y reintegrarse a “eso de allá afuera” es un choque de trenes donde para uno de los conductores es su primer día de trabajo. En mi caso, pienso mejor y más en soledad física y psicológica, ordeno mejor mis papeles y mis ideas si en mi estudio no hay nadie más que yo para responder a mis preguntas; entonces habito el mismo monólogo que he lanzado y me doy a la tarea de rumiarlo, de perfeccionarlo, de tirarlo a la basura y arrepentirme, y luego ahí me tienen, pegando con cinta el rompecabezas que me inquieta y no me deja dormir.
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Más de dos décadas metido en un apartamento sin salir a la calle, definitivamente no lo soportaría; como en la novela de Agualusa, donde Ludo, una mujer traumatizada por un acontecimiento de juventud y lo contingente de la independencia angoleña, decidió sellar su puerta con concreto, pero desde adentro y sin la llave de la voluntad para derribar el dique. ¿Allá afuera que hay? Esa es la pregunta, y la respuesta se supone que rebobina el motor para sacar la carrocería ósea de su atasco mental. Pero si no hay nada allá afuera, significa que aquí adentro es suficiente.
¡Ludo tardó veintiocho años sin salir de casa! Quizá no encontró la respuesta que hiciera de motor, o tal vez cuando dio con ella la pregunta ya se la habían cambiado. La historia de Agualusa en parte fue un hecho real, las cartas lo testifican. En los archivos se advierte que “Ludovica Fernandes Mano falleció en Luanda, en la clínica Sagrada Esperanza, en las primeras horas del día 5 de octubre de 2010” a los 85 años. Y por su puesto que no dejaba de preguntarme ¿cuán posible es que alguien viva de esa manera? Los presos, los locos, los estudiantes, los obreros. ¡Carajo! Todo parece posible. Pero hay otra cosa que queda claro en esta novela: uno es más que lo que habita en su cabeza; la primavera árabe, “Occupy Wall Street”, los indignados españoles, los chilenos contra Piñera, los bolivianos contra un golpe de Estado, en Ecuador, en Colombia, en Costa Rica… Todos intentaron construir a un nuevo sujeto (algunos, mientras escribo, lo siguen haciendo), y los resultados son nimios frente a los esperados, si es que algo suficientemente claro estaban esperando.
No es que también seamos eso, sino que en el fondo la condición política nos abarca y nos obligan a la utopía libertaria, o bien a la conservación de una situación familiar económicamente conveniente. En fin, que los que la padecen son los que se la tienen que partir, y si en su camino convencen a otros pues el músculo político se encargará de poner al país de cabeza. Las plazas, donde realmente no hay nada, de pronto se desbordan y hay antidisturbios, desapariciones, golpes de porras y macanas; la gente sale corriendo, el sentimiento gregario se dobla y cada uno busca la individualidad. Se sabe que se vive entre todos, pero también se sabe que la muerte viene por separado. Ludo no iba a estar en esos espacios, prefirió el encierro por un trauma que en realidad era un problema social, lo que, como dicen los que saben más que yo, siempre requiere soluciones sociales.
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Pero pasa el tiempo y Ludo parece no enterarse de que las cosas afuera van mejor, entonces se queda ahí con la idea de un pasado lamentable. No creo que haya sido miedo, más me parece resignación. La respuesta, si llegó o no, nunca terminó de convencer; pero la narrativa de Agualusa nos hace un favor: el otro tiene que llegar a decirnos que lo que uno es ha caducado, que toca el cambio, que si quiere él lo acompaña, que si nos quedamos encerrados nadie se enterará, incluso, de ese acto que podría pasar por rebeldía.
Leer seguirá siendo para mí un acto narcisista, y cada vez lo practico mejor ─o eso intento─, y creo que durante ese tiempo trato de no salir de casa. Mi estudio sigue siendo el lugar habitado desde donde ─”benditas redes sociales”─ me entero de lo que sucede afuera. Y me dirán que no es la misma vaina el mundo digital que el análogo, pero es mentira: no hemos estado a la altura del Internet y la regurgitación lo ha invertido todo: “vivimos en una sociedad" donde trasladamos la vida digital a la que creemos que es la análoga.

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