martes, 17 de diciembre de 2019

"El nombre y la cosa" de José Saramago



Conocí a José Saramago en una firma de libros en la librería Gandhi de Quevedo, aquí en Ciudad de México. Era el año de “El hombre duplicado” y yo estaba en la recta final de mi carrera. Era finales de semestre y mis profesores nos habían encargado los ensayos de término y a mí me gustaba escribirlos, porque quería ser ensayista después de titularme. Mi amigo Horacio Mata y yo quedamos en el metro Miguel Ángel de Quevedo para hacer la fila (más larga que la culebra), estábamos muy emocionados porque José Saramago nos firmaría nuestros libros. Llevábamos una cámara y Horacio tomó una foto donde me encuentro en medio del portugués y Carlos Monsiváis, que justo en mi turno de autógrafo llegó a la librería como quien nada sabía. ¡Mañoso! “Te presento a mi amigo” le dijo Saramago y el mexicano me estrechó la mano. Yo, como quien siempre ha sido el primero de su clase, le dijo a su mente: “qué-pu-ta-suer-te”.
Desde entonces me dediqué a leer todas las novelas del Nobel, todo lo que de él se dijera en la prensa y todos los libros que versaran en torno a su obra. Su pluma y su nombre (sí, su nombre) se me hicieron una obsesión después de “Ensayo sobre la ceguera”, una recomendación que entonces me compartió mi querido maestro y amigo Enrique Nava Lugo, que me vio en la cafetería de la universidad con un ensayo de Fernando Savater y me preguntó “¿quieres leer un ensayo de verdad?”. Pasé a su cubículo en la escuela de biología y me regaló, en realidad, una idea antes que un libro.
El día que José Saramago murió yo estaba con la peor resaca de mi vida (o quizá aún estaba borracho; la noche anterior mi hermano y yo celebramos cualquier cosa). Un amigo mío, imbécil por demás, me fue a despertar con una risa sarcástica (sabía que la noticia me dolería) y me dijo “tu escritorcito ha muerto”. Sabía que estaba aludiendo a Saramago, al que me hiciera perder la cabeza con “Las intermitencias de la muerte”. No obstante, debo confesar algo: hubo una suerte de descanso en mí, como si de un alivio se tratara, José Saramago había detenido su pluma, una que en cada palabra, en cada frase, me partía la cara por cuatro partes. Confieso, y lo hago con mucha culpa, que me dije entonces “al menos ya sé lo que dijo, la ansiedad de lo que pudiera decir se ha quitado. Hasta aquí hemos llegado”. Eso fue lo que dije mientras corría con la prisa del loco al baño de mi cuarto de estudiante. Mi vida intelectual se había quedado en un impasse del que tardaría un buen tiempo en rebobinar.
Saramago es mi relectura favorita (aprendí a leer en portugués para repasar su obra completa, que si me esperan podré decir que fue una suerte de primera lectura). Cada vez que puedo vuelvo a sus libros, a sus conferencias y a sus entrevistas. Siempre estoy encontrando algo nuevo, como si aquella idea no estuviera ahí la primera vez que lo estudié. Y algo aprendí de este ejercicio: maduré leyendo a Saramago; maduré intelectualmente, eso es lo que quiero decir. Y ahora que estoy en el doctorado tratando de entender la precariedad de la vida contemporánea, algo me dijo que tenía que volver a su conferencia “El nombre y la cosa” de 2006. “Ahí dijo algo sobre el repliegue del Estado para convertir en mercancía la vida de los hombres y las mujeres” pensaba mientras buscaba el libro. Ahí estaba, un poco empolvado, la última vez que lo leí fue en el 2010 en su versión digital.
En esta conferencia Saramago discute la democracia, su punto de partida son unas palabras de Aristóteles (elige la mayoría pobre pero gobierna la minoría rica) y termina con un coloquio en la que dice que su preocupación por el mundo no es como escritor sino como una persona que habita este planeta que no tarda en partirse en dos. La diferencia, dice Saramago, es que él puede escribir y los que ahí estaban escuchando aún no podían hacerlo. Curiosamente fue él quien me enseñó que el eufemismo de "trabajo precario" (y por ende de las distintas formas de la vida humana) fue la “flexibilidad laboral”. Entendí que en última instancia lo que intentaban las movilizaciones masivas en aquel inicio de siglo era evitar que sus trabajos, aquel organizador de la forma social, se flexibilizara; y aunque el éxito fue menor, es verdad que se volvió evidente que las cosas iban a empeorar antes de que mejoraran. ¡Algo teníamos que hacer como conjunto humano!
Saramago no dejaba de insistir que el paso del “empleo pleno” al trabajo precario fue consecuencia de una suerte de retiro del Estado (dicho a su modo: abandono de las últimas responsabilidades que eran evidentes) y la entrada de un poder económico: “Quien ha provocado el cambio” escribió, “quien lo ha infligido ha sido sencillamente el poder económico”. Alguien le ofreció tener las manos libres para que hiciera lo que le conviniera, y que si a su paso deshiciera formas concretas de vida pues simplemente abandonarlas y probar y probar y probar en otros sitios donde encontrara sus ganancias. En pocas palabras: ¡nos regalaron y aquello había sido la peor putada que los gobiernos en turno con sus políticas neoliberales habían hecho con nuestras vidas!
El tema de esta conferencia es la democracia, y pareciera que Saramago donde menos democracia veía era en el trabajo. Vamos, lo que quiero decir es que para este escritor el trabajo nos atraviesa como sociedad, como familia, como individuos, como seres con psiquismo. Es lo que nos da estructura, y lo más democrático hubiera sido de que nos dejaran organizarnos a partir de nuestra potencia de producción. Aquella fuerza de trabajo que teníamos bajo nuestro control (sindicalizado si se quieres), desapareció, y, no sé ni cómo ni cuándo, nosotros también nos convertimos en parte mínima y prescindible del inventario material. Nos convirtieron en esa tuerca necesaria para seguir enriqueciendo a las empresas. Y lo que perdimos ahí fue el carácter humano (lo político que nos es inherente) y por ende nos abrazó la precarización de las relaciones sociales que ahora estaban normadas, no por la historia y la cultura, sino por los intereses y las ganancias.
En fin, pareciera que hablar de democracia, cuando al neoliberalismo no hay quien le friccione la caída donde nos arrastra con él, seguirá siendo un chiste de muy mal gusto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario