sábado, 14 de diciembre de 2019

"Estrictamente bipolar" de Darian Leader

Después de la segunda guerra mundial la ansiedad se convirtió en la enfermedad mental que abarcaba todas las relaciones humanas. Incapacitaba a las personas para desempeñar adecuadamente sus oficios relacionados con la producción y reconstrucción física y simbólica de la forma social de Europa. Durante las dos décadas finales del siglo pasado se cocinó el escenario para la depresión y su paquete de alivio: los antidepresivos. Estas drogas viajaban en las guanteras de los carros de los obreros y empleados o, discretamente, en las gavetas de casi todas las mesas de noche de los Estados Unidos. La psiquiatría ya era de ultramar. Nuestro tiempo, éste, es el de la bipolaridad; también hay drogas para contrarrestarla y se anuncian por Facebook y algunas se consiguen sin prescripción médica.
Les describo un poco de qué va cada una de ellas (bajo la tesis que plantea “Estrictamente bipolar” (Sexto Piso, 2015), el libro del psicoanalista británico Darian Leader: pareciera que todas las enfermedades mentales (o por lo menos éstas que aquí se anuncian) viajan paralelas a la historia cultural y por ende humana. Vaya, que los perritos no se enfermarán nunca de depresión, básicamente porque son ornamentas culturales, pero no productores de cultura. ¡Ay!):
La ansiedad suele ser producto de un acontecimiento traumático que inhibe a las personas a desarrollar ciertas actividades cotidianas. Esto deriva en un exceso de preocupación o un miedo descontrolado ante situaciones que pudieran considerarse por el resto como sencillas y rutinarias. Hablar en público puede resultar ser un martirio para quien padece esta enfermedad; pero las cosas se complican un poco más cuando se está a cargo de un grupo de personas y el empleo implica dirigirse a él. Se supone, y quizá pueda estar de acuerdo con este planteamiento, que el número de pacientes con ansiedad se registró en aumento tras la liberación de información bélica en el periodo de posguerra. Y por otra parte, al menos en Europa, casi todos los habitantes tuvieron un familiar víctima directa o indirecta de los tiempos bélicos.
La depresión tiene que ver con un cambio severo en los estados de ánimo; incluso hay una clasificación denominada “Depresión mayor”, donde las alteraciones no son solamente comportamentales, sino que se ven modificados ciertos circuitos neuronales que hacen la vida más miserable para quien la padece. No se confunda este padecimiento con la tristeza, la depresión es realmente una verdadera chingadera que imposibilita física y cognitivamente al que padece la enfermedad. Aquello de levantarse y echarle gana es básicamente una burla cuando el cuerpo sencillamente no responde a las ordenes del cerebro que por allá intenta reajustar la pista de aterrizajes.
Antes de hablar de la bipolaridad hay que hacer un llamado a los tratamientos: lo que las drogas intentan en el organismo es sacar cognitiva y físicamente al paciente del circuito reverberante en el que se encuentra. Al ansioso tranquilizarlo, al depresivo regularlo. Pero, ahora bien, qué fue lo que sucedió: a las farmacéuticas se les pasó la mano y los alegró de más.
El trastorno bipolar no tiene cura; es lo primero que hay que decir. En él se presentan cambios radicales en el estado de ánimo, estos van del estado maníaco a la depresión mayor. Los episodios pueden durar meses, y en cada uno de ellos la gente no tiene control de sus patrones de comportamiento. Por ejemplo (detesto los ejemplos, pero dicen que así entiende mejor la gente), un bipolar que esté en su estadio maníaco seguramente se la pasará comprando gran cantidad de cosas costosas que realmente no necesite; lo que sigue después es una gran culpa que eventualmente lo llevará a la cama sin querer salir, ni comer, ni ducharse, durante semanas o meses. Pero apenas salga del hueco depresivo, pues otros meses gastando la energía psíquica que recorre los símbolos de su historia.
El modelo clínico que aplica para estos tres casos es sencillo: Dx, Tx, Ex. Diagnosticar, Tratar y Examinar. Pero se aplica a quienes son pacientes, a los que se les administra un servicio médico especializado tanto privado como público. Hasta ahí todo está bien. La cosa es que hay mucha gente que no ha sido diagnosticada, así que sus vidas es menos que miserable… ¡O no!
Los ojos vigilantes siempre estuvieron sobre las farmacéuticas que, perversamente, se encargaban de administrar la dosis necesaria para no curar a nadie y así tener que volver a necesitar de la droga. Pero un nuevo enemigo apareció recientemente en el siglo XXI: el gran mercado, el capitalismo parásito, la política del miedo y el mito de los emprendedores. Con una gran cantidad de ejemplos, el autor de “Estrictamente bipolar” trata de dar cuenta de la imposibilidad de una verdadera bipolaridad, que quizá la unión clínica de la manía y de la depresión clavó a la psiquiatría moderna en un bucle del que no puede salir porque ha olvidado dónde era el principio.
Ese “había una vez” es lo que le da pautas al psicoanalista para que dimensione un posible inicio, un punto de partida donde se sospecha un quiebre. Si no lo hay, ningún modelo clínico podrá responder a las necesidades afectivas del maníaco o del depresivo. La psiquiatría sigue confiando en la farmacoterapia, pero el psicoanálisis no quita el dedo del renglón al indagar los recovecos emocionales, es decir, la historia de la enfermedad está estrechamente relacionada con el tiempo psicológico del paciente y sus fantasmas.
En lo que a mí respecta, creo que la manía es un malestar cultural que ha sido paliada con modelitos de superación que convierten esta enfermedad en requisito de vida contemporánea. Actualmente hay empresas que nos dicen que trabajar bajo presión (en estado maníaco) es menester para poder emprender futuros proyectos. El ejemplo más claro son los inventarios, que implica que el trabajador explotado se quede hasta altas horas de la madrugada sin recibir un pago extra. El consumo de bebidas energéticas, de alimentos chatarra, de cocaína, de cualquier droga farmacéutica, se hacen indispensables como herramientas psíquicas de trabajo. Y si estos no funcionan, pues está el lenguaje, que transmuta un problema médico y psicológico en discursos de aplausos y arengas conjuntos en una sala de entrenamiento, donde lo único que se busca es ajustar el estado maníaco a un requisito de empleo.

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