El
autor es un antropólogo sudafricano radicado en Cambridge. Pasó una buena
temporada con los bosquimanos ju/’hoansis del Kalahari, ubicado en el África
Meridional; se trata de un grupo de humanos que durante el siglo pasado aún
eran cazadores-recolectores. La pregunta era obvia: si la agricultura,
evolutivamente hablando, superó la forma de sobrevivir de los ju/’hoansis,
entonces, ¿por qué ellos continuaron practicándola? La respuesta inmediata fue:
porque les seguía dando resultados, sobre todo porque el tiempo que invertían
para sobrevivir era tan poco que el resto del día lo aprovechaban en el ocio o
actividades creativas. ¿Qué nos pueden enseñar, entonces, los ju/’hoansis sobre
cómo nos gastábamos el tiempo desde la historia más antigua hasta hace apenas
un par de años, antes de que la pandemia nos viniera a recordar que el trabajo
era fundante para la identidad de los individuos? Lo responde Suzman en
“Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo” (Debate, 2021).
“Lo
más cercano a una definición universal de trabajo” comienza Suzman preparando
el terreno donde reflexionará, “es algo que implica gastar energía de manera
intencionada o invertir esfuerzo en una tarea para conseguir un objeto o un
fin” (Juzman, 2021: 16). Aquí tenemos una certidumbre: trabajar implica gasto
de energía. Este significado antropológico le permite a nuestro autor
preguntarse ¿de qué manera los ju/’hoansis, que durante el siglo XX seguían
siendo cazadores-recolectores, nos pueden dar pistas de cómo vivían nuestros
antepasados respecto al trabajo y su percepción del mundo? Las pinturas, los
instrumentos, los rituales y las prácticas humanas que pudo observar lo
llevaron a rastrear la génesis de ciertas experiencias del paso del tiempo, de
la alimentación, sobre la crianza, sobre el cuidado mutuo ante el peligro, en
fin. Los ju/’hoansis, nos dice, no precisaban acumular alimentos, pues su
existencia, su papel en el mundo, en buena parte, dependía de que al siguiente
día o en los próximos, ellos salieran a cazar o recolectar los víveres.
Actualmente, intuye Suzman, el trabajo ―que es un entramado de prácticas
cotidianas― nos construye una identidad, por eso mismo no podemos prescindir de
él. El tema aquí es cómo sabemos que el exceso de horas extras, los salarios
precarios, las responsabilidades aparentemente inútiles, es lo que tiene que
definirnos como seres humanos en el mundo contemporáneo.
La
etnografía de Suzman lo hace comenzar por el descubrimiento y manejo del fuego,
“no solo supuso la primera gran revolución energética en la historia de nuestra
especie” dice, “también fue la primera gran tecnología que ahorró mano de obra”
(Suzman, 2021: 101), y en ese sentido, sobraba tiempo para hacer otras cosas:
tejer, pintar, procrear o simplemente observar el entorno. Recordemos que
trabajar es gasto de energía, la energía, con el dominio del fuego, se gastaba
en menor medida porque ahora estaba depositada en las llamas que cocinaban, que
daban calor y alejaba a los animales peligrosos. Tiene razón Suzman: nuestros
antepasados ya no tuvieron que planear peligrosas expediciones, pasaban más
tiempo en su grupo. Claro, lo que quiere saber Suzman es si los individuos
estamos hechos para trabajar tanto, o quizá soslayamos antiguas fórmulas que
hicieron sobrevivir en paz y empáticamente a nuestros antepasados con un
desgaste energético necesario.
Lo que
estoy entendiendo es que la antropología social de nuestro autor responde a
preguntas actuales: ¿qué mecanismos culturales han hecho creer a los jóvenes
que el exceso de trabajo asumido sin presión alguna por parte de sus jefes
―meritocracia le llamó Sandel― los va a colocar en un estatus superior frente a
sus colegas? Del mismo modo, ¿cómo han logrado las sociedades de consumo
convertir el repertorio de tareas ―a veces inútiles― y el aumento del salario
en referentes de éxitos frente a otros criterios más empáticos y en sintonía
cognitiva con el resto de los empleados? El sentimiento gregario y
colaborativo, muy marcado entre los bosquimanos ju/’hoansis del Kalahari y en
nuestros antepasados también cazadores-recolectores, ha desaparecido en la
actualidad, así que hay que tratar de responderse ¿a qué se debe la ausencia de
esas características humanas que fueron determinantes para los que actualmente
habitamos el mundo que nos cupo en suerte? Así las cosas, Suzman lanza una
buena conclusión: el problema del trabajo que actualmente estamos padeciendo no
tiene sus orígenes con la llegada del neoliberalismo, su ontología hay que
buscarla en varios miles de años atrás y quizá así podemos explicar los
significados actuales del trabajo con los que operamos en la vida contemporánea.
Suzman
va poniendo sobre la mesa los procesos humanos que articulan el manejo del
tiempo por un lado y el trabajo en tanto gasto de energía por el otro. Si el
descubrimiento del fuego permitió tener más tiempo libre, la agricultura lo
diluyó de nueva cuenta. Lo que pasa es que recolectar y cazar no es un acto
permanente, eso se ha explicado, pero sembrar implica una serie de acciones
diarias. Y nuestros antepasados entendieron que el que mejor ejercía la
agricultura era al que mejor le iba: buscar semillas, vigilar la siembra de
animales que pudieran destruirla, mantener la humedad, cosechar en temporadas
específicas, domesticar el ganado preciso para la empresa, y así permanentemente.
El tiempo libre ha desaparecido casi por completo, pero la satisfacción es
mayor para aquellos que juiciosamente se pusieron a trabajar; los que no,
pagaron la consecuencia pasando hambre y hasta con la muerte de sus
integrantes. ¿Por qué cambiar el modelo dual trabajo-gasto de energía en la
vida contemporánea? “El trabajo nos deprime” dijo Suzman en una entrevista,
pero en su libro escribió que el trabajo alguna vez nos dio identidad. La
combinación es letal: aquella práctica humana que entonces nos hizo gigantes,
ahora nos disminuye a pequeños individuos recogidos en posición fetal, tirados
sobre la cama sufriendo de ansiedad con las cortinas cerradas.
Las
cuatro revoluciones de las que Suzman nos habla al comienzo de su libro, nos
enseña que el dominio de la agricultura devino excedente de alimentos
almacenados, de tal forma que permitió la aparición de las ciudades modernas,
lo que significó que cada vez menos hombres y mujeres tenían que trabajar en el
campo. Primero se inventó la máquina de vapor que funcionaba con carbón,
después llegó el sistema eléctrico que alimentaba a las máquinas, más tarde los
microprocesadores electrónicos de datos, y más recientemente, “estamos en medio
de una cuarta revolución industrial, nacida de la unión de varias nuevas
tecnologías digitales, biológicas y físicas, y nos dicen que será
exponencialmente más transformativa que sus predecesoras” (Suzman, 2021: 11).
Evidentemente, cada una de estas revoluciones se dieron en la ciudad, o bien,
la forma de la ciudad moderna permitió la emergencia de estas.
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