jueves, 26 de agosto de 2021

"El orden del discurso" de Michel Foucault

 


Michel Foucault (1926-1984) asume la cátedra de historia de los sistemas de pensamiento en el Collége de France, sucediendo a Jean Hyppolite, muy bien conocido por sus estudios en torno a Hegel. El discurso inaugural fue precisamente “El orden del discurso” dictado en 1970 donde, según los conocedores de su obra, Foucault presentaba a su auditorio un complejo pero sistematizado plan de trabajo. Apenas comenzó, llamó la atención las siguientes palabras: “en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo”.

Este modo de iniciar ofrecía algunas pistas sobre los objetivos de su comunicado. El problema es tener que comenzar, parece decirnos Foucault, la gente preferiría partir de un sitio ya seguro, de esa “voz sin nombre” que desde siempre ha estado ahí y que basta con recogerla y seguir inerme sobre las corrientes de su río abajo. El pensador francés nos dice que ese lado del discurso es el más sensato de buscar, de acomodarse y continuar con las cavilaciones presentes, quizá porque no hay necesidad de caer en la cuenta de los “singular”, lo “temible” o “maléfico” que pueda resultar. Es apenas una intuición de Foucault, pero persiste y continúa en su dictado.

Lo que tenemos que entender es que eso con lo que nos comportamos se llama discurso. No son palabras, o al menos no se reduce a ellas, se trata más bien de un complejo entramado que pasa de ser nominal a normativo o hasta prescriptivo. Esto quiere decir que desarrolla un esquema performativo en las gentes. Foucault se percata de esto y lo lanza como hipótesis en su conferencia diciendo: “supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”. Pues bien, ahora sabemos que la producción del discurso que deviene performativo ―llamémosles prácticas humanas, eso lo aclara mejor― tiene que estar en manos de alguien, de algo, de un poder, a saber, de un orden de discurso.

Según Foucault, esto se logra a partir de dos procedimientos, el de la “exclusión” y lo “prohibido”. Lo que la exclusión pretende es el control del contenido crítico de los conceptos, su posterior despliegue implica prohibición, o dicho de otro modo, control sobre el despliegue comportamental de la representación. Por eso el pensador francés se preguntaba por qué resulta peligroso decir lo que sabemos en torno a la sexualidad si es mucho lo que de ella se sabe. Pues bien, saber mucho no significa decirlo todo. En este mismo sentido está la “separación de la locura” como segundo sistema de exclusión, y viene a decir que la palabra del loco no es válida, o por lo menos no está en el orden de la verdad, en cambio es en la incongruencia, el desvarío. Foucault quiere saber cómo se ha llegado a esto, y ofrece un proyecto para resolver el problema. Finalmente, como tercer sistema de exclusión, está la “voluntad de verdad”, que sin muchos problemas viene a decir que las palabras que dan forma a la ley tienen que estar en el discurso de la verdad para poder vencer en cualquier relación de poder en la que se vea. Veamos qué significa: no se trata de que sea cierto o falso, de decir la verdad, sino de “estar en la verdad”.

Todo esto conjuga la articulación de la verdad en las disciplinas. Lo que quiere decir que la psiquiatría, la medicina, lo jurídico y cualquier otra ciencia, conserva un contenido teórico-conceptual que está obligado a provocar lo performativo en los individuos. Las proposiciones de estas disciplinas son obligadas a estar “en la verdad”, ora porque sus conclusiones son lógicamente derivativas o bien porque una sociedad de conocimiento administra el lado fuerte de la relación de poder. Pero en todo caso lo que dice deviene performativo, este es el secreto que Foucault develó y casi todos caímos en la cuenta.

Ahora sí, Foucault nos ha metido en el hueco: la verdad. Esto es lo que está en disputa. Repito, no porque la verdad sea verdad, sino porque está en el lugar de la verdad. No es un simple juego de palabras, sino que eso llamado “el lugar de la verdad” está vigilado por una policía, es la que se encarga de admitir nuevas verdades de las disciplinas. Claro, Foucault se pregunta cómo es que estas “sociedades de discurso” han logrado ostentar el poder de policías. Pues aquí es donde aparece la crítica y la genealogía. En qué momento los territorios compartidos de estos discursos se articularon con las prácticas humanas que pasan de la representación del discurso a las prácticas humanas de los mismos.

Mientras que la crítica se encarga de estudiar cómo se organizaron y se agruparon estos discursos, la genealogía hace un rastreo de la condición dispersa de estos discursos. Esto qué quiere decir, pues que la producción de discursos no es sistemática, en todo caso es histórica. ¿Quién las unifica? ¿Quién se encarga de reunirlas y decir “este es el lugar de la verdad”? Pues bueno, Foucault sabe que Nietzsche y Heidegger pueden venir a ayudarlo: no es la historia, es el movimiento lo que importa, dirá Foucault, sus irrupciones; no son los valores, son su transvaloración lo que hay que estudiar, agregaría. Por qué hace esto el filósofo francés.

Lo que sucede es que a la genealogía le da igual cuándo sucedieron las cosas, salvo que el acontecimiento explique por qué varios siglos después, quizá con unas modificaciones, su representación y su práctica siguen más vigentes que nunca en la vida contemporánea. La genealogía quiere entender “las series de la formación efectiva del discurso” dice el autor, y significa que la genealogía persigue ese momento en que el discurso adquirió su poder, su voluntad de poder y así se afirmó en una sociedad determinada: se trata de ver cómo los discursos logran tener un dominio sobre los objetos y cómo estos a su vez se convierten en un sistema que obligan a los individuos a participar de forma pasiva ante su espectáculo. Y así... 

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