Michel Foucault (1926-1984) asume la cátedra de historia de los sistemas de pensamiento en el Collége de France, sucediendo a Jean Hyppolite, muy bien conocido por sus estudios en torno a Hegel. El discurso inaugural fue precisamente “El orden del discurso” dictado en 1970 donde, según los conocedores de su obra, Foucault presentaba a su auditorio un complejo pero sistematizado plan de trabajo. Apenas comenzó, llamó la atención las siguientes palabras: “en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo”.
Este modo de iniciar ofrecía algunas pistas
sobre los objetivos de su comunicado. El problema es tener que comenzar, parece
decirnos Foucault, la gente preferiría partir de un sitio ya seguro, de esa
“voz sin nombre” que desde siempre ha estado ahí y que basta con recogerla y
seguir inerme sobre las corrientes de su río abajo. El pensador francés nos
dice que ese lado del discurso es el más sensato de buscar, de acomodarse y
continuar con las cavilaciones presentes, quizá porque no hay necesidad de caer
en la cuenta de los “singular”, lo “temible” o “maléfico” que pueda resultar.
Es apenas una intuición de Foucault, pero persiste y continúa en su dictado.
Lo que tenemos que entender es que eso con lo
que nos comportamos se llama discurso. No son palabras, o al menos no se reduce
a ellas, se trata más bien de un complejo entramado que pasa de ser nominal a
normativo o hasta prescriptivo. Esto quiere decir que desarrolla un esquema
performativo en las gentes. Foucault se percata de esto y lo lanza como
hipótesis en su conferencia diciendo: “supongo que en toda sociedad la
producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida
por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes
y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible
materialidad”. Pues bien, ahora sabemos que la producción del discurso que
deviene performativo ―llamémosles prácticas humanas, eso lo aclara mejor― tiene
que estar en manos de alguien, de algo, de un poder, a saber, de un orden de
discurso.
Según Foucault, esto se logra a partir de dos
procedimientos, el de la “exclusión” y lo “prohibido”. Lo que la exclusión
pretende es el control del contenido crítico de los conceptos, su posterior
despliegue implica prohibición, o dicho de otro modo, control sobre el
despliegue comportamental de la representación. Por eso el pensador francés se
preguntaba por qué resulta peligroso decir lo que sabemos en torno a la
sexualidad si es mucho lo que de ella se sabe. Pues bien, saber mucho no
significa decirlo todo. En este mismo sentido está la “separación de la locura”
como segundo sistema de exclusión, y viene a decir que la palabra del loco no
es válida, o por lo menos no está en el orden de la verdad, en cambio es en la
incongruencia, el desvarío. Foucault quiere saber cómo se ha llegado a esto, y
ofrece un proyecto para resolver el problema. Finalmente, como tercer sistema
de exclusión, está la “voluntad de verdad”, que sin muchos problemas viene a
decir que las palabras que dan forma a la ley tienen que estar en el discurso
de la verdad para poder vencer en cualquier relación de poder en la que se vea.
Veamos qué significa: no se trata de que sea cierto o falso, de decir la
verdad, sino de “estar en la verdad”.
Todo esto conjuga la articulación de la verdad
en las disciplinas. Lo que quiere decir que la psiquiatría, la medicina, lo
jurídico y cualquier otra ciencia, conserva un contenido teórico-conceptual que
está obligado a provocar lo performativo en los individuos. Las proposiciones
de estas disciplinas son obligadas a estar “en la verdad”, ora porque sus
conclusiones son lógicamente derivativas o bien porque una sociedad de
conocimiento administra el lado fuerte de la relación de poder. Pero en todo
caso lo que dice deviene performativo, este es el secreto que Foucault develó y
casi todos caímos en la cuenta.
Ahora sí, Foucault nos ha metido en el hueco:
la verdad. Esto es lo que está en disputa. Repito, no porque la verdad sea verdad,
sino porque está en el lugar de la verdad. No es un simple juego de palabras,
sino que eso llamado “el lugar de la verdad” está vigilado por una policía, es
la que se encarga de admitir nuevas verdades de las disciplinas. Claro,
Foucault se pregunta cómo es que estas “sociedades de discurso” han logrado
ostentar el poder de policías. Pues aquí es donde aparece la crítica y la
genealogía. En qué momento los territorios compartidos de estos discursos se
articularon con las prácticas humanas que pasan de la representación del
discurso a las prácticas humanas de los mismos.
Mientras que la crítica se encarga de estudiar
cómo se organizaron y se agruparon estos discursos, la genealogía hace un
rastreo de la condición dispersa de estos discursos. Esto qué quiere decir,
pues que la producción de discursos no es sistemática, en todo caso es
histórica. ¿Quién las unifica? ¿Quién se encarga de reunirlas y decir “este es
el lugar de la verdad”? Pues bueno, Foucault sabe que Nietzsche y Heidegger
pueden venir a ayudarlo: no es la historia, es el movimiento lo que importa,
dirá Foucault, sus irrupciones; no son los valores, son su transvaloración lo
que hay que estudiar, agregaría. Por qué hace esto el filósofo francés.
Lo que sucede es que a la genealogía le da igual
cuándo sucedieron las cosas, salvo que el acontecimiento explique por qué
varios siglos después, quizá con unas modificaciones, su representación y su
práctica siguen más vigentes que nunca en la vida contemporánea. La genealogía
quiere entender “las series de la formación efectiva del discurso” dice el
autor, y significa que la genealogía persigue ese momento en que el discurso
adquirió su poder, su voluntad de poder y así se afirmó en una sociedad
determinada: se trata de ver cómo los discursos logran tener un dominio sobre
los objetos y cómo estos a su vez se convierten en un sistema que obligan a los
individuos a participar de forma pasiva ante su espectáculo. Y así...
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