Podría decir que he releído “Leandro” (Alfaguara, 2019) de Alonso Sánchez Baute (Valledupar, 1964), pero ahora mismo me ha pillado una duda al respecto. Estaba en Bogotá, al norte, muy cerca de las montañas, de esto hace apenas unas semanas. Desde el balcón de mi apartaestudio sobre la 72 fumaba, bebía cerveza y no dejaba de tararear esa partecita de coro que dice “cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana”. Era la voz aguda de Alfredo Gutiérrez cantando aquella canción de Leandro Díaz, personaje de la biografía novelada que estaba gozando como hiel en herida a causa de una cachetada amorosa. No lloré nada más porque soy mexicano, pero eso sí, mi corazón comenzó con su tucún tucún apenas pasé de la Poker al mezcal oaxaqueño que libró sin problemas los radares celosos de El Dorado.
Ahora estoy en mi provincia, muy lejos de la
lluvia chipi chipi de Bogotá; aquí amanecemos a 27°C y decimos “uy, qué fría
mañana”, y lo disfrutamos, tomamos café costeño y sabemos que por ahí de
mediodía el termómetro nos dirá que alcanzaremos una sensación térmica de 39°C.
Luego llueve, luego hay mucho verde y por las noches terminamos con una humedad
que levanta una bruma fantasmal en los jardines del barrio. “Esto no puede ser
una relectura” me digo entonces, “se trata más bien de una lectura
completamente diferente, la lectura que precisaba” me confirmo y trago mezcal
en honor a Alonso, que me ha dicho por interior que se acompaña de esta bebida
de vez en vez cuando se sienta a escribir.
El primer libro que leí de Alonso fue “Líbranos
del bien” (Alfaguara, 2008), una crónica con una carga ficcional que resultó un
monstruo que destruyó la mayoría de mis imperativos sobre cómo contar la
tragedia desde el periodismo de investigación. Luego vino a mis manos, más
recientemente, “Parábolas del Salmón” (Rey Naranjo Editores, 2020), una
crónica-memoria pura de viaje y estancia que da cuenta de una suerte de
estética del fracaso, pero sobre todo de la vindicación de lo que se sabía de
antemano, es decir, que el deseo tiene sus destinos e irremediablemente va
hacia ellos y termina gozándolos. “Leandro” fue un regalo de cumpleaños, “lo
escribió tu amigo” me dijeron cuando me lo entregaron, y yo me creí el
cuentito, de que, afectivamente, Alonso era mi amigo, y así lo considero. Los
escritores no lo saben, creo yo, pero aquí estamos sus más fieles seguidores
pendientes de sus ejercicios literarios antes que de las vicisitudes
personales, pero, vamos, cuando las redes nos dicen que algo les ha pasado o
que las traen liadas, pues también apechugamos y deseamos lo mejor para ellos.
Así me pasa con este abogado de la Universidad Externado de Colombia y
reconocido en 2002 con el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá por “Al
diablo la maldita primavera”, obra del que en su momento alguien dijo “Colombia
aún no está preparada para esto”.
Soy un lector de ciencias sociales, lo hago
profesionalmente ―me han dicho―, escribo una tesis doctoral y a todo lo que leo
le meto el cerebro y no abstraigo ficción de la no ficción. Así que me creo
todo lo que me dicen ―mi lectura es crítica―; me creí cada una de las palabras
de Alonso en “Leandro”, primero porque no me costó trabajo, o sea, este
colombiano tiene por oficio el periodismo de campo y eso es el andamio que
sostiene el argumento de su historia y su ulterior despliegue. Hay un método
definido que también lo vi en “Líbranos del bien” ―no se repite, Alonso en
realidad insiste―. Confieso que le reclamo un presupuesto de partida, pero no
importa, aunque no esté lo sospecho explicito ―hay que discutirlo en una
entrevista, Alonso―.
El autor va de una voz narradora a otra, y es
un gran reto, porque una voz es una inflexión que soporta al personaje;
planteado de otra forma, no hay más que lo dicho en el monólogo del
entrevistado y las preguntas del narrador-entrevistador. Por si fuera poco, la
voz que recuerda en voz alta es la de un hombre viejo, otro que es ciego, una
señora anciana; la vida vetusta. A veces me tomó por sorpresa que la amnesia no
hiciera de las suyas en lo relatado, pero eso se lo dejo a Alonso que
afortunadamente le tocó pura gente lúcida a esa edad y me parece que las
aprovechó con buena técnica en sus entrevistas para luego producir el contenido
de su historia.
El personaje es Leandro Díaz, uno de los
compositores de vallenato más importante de Colombia. Nacido ciego y rechazado
por su padre y su madre desde la infancia, criado y educado en buena parte por
su tía Erótida. La voz de Leandro está en buena parte del libro, su monólogo,
pero hay algo mucho más interesante para mí en la técnica de Alonso, pues hace
aparecer a Leandro en aquellas otras voces, porque hablan de él, porque lo
recuerdan a él, porque, vaya vida, todo se trata de Leandro. Y esto, muchachos,
es magia perpetua en alguien que ofrece sus mejores cartas literarias. Hace hablar
a Leandro, un hombre viejo y ciego que recuerda su infancia solitaria:
“Amarillo es el color de la nostalgia”, así recuerda Leandro las palabras de su
tía Erótida. “Las fotos cuando están viejas se amarillan y al verlas se nos
viene el pasado encima, como un chaparrón, y nos ponen melancólicos” también le
decía su mentora de infancia. Esto se llama juego de lenguaje, Alonso
seguramente lo sabe y lo usa magistralmente.
Finalmente, hay algo que descubrí en esta
lectura de provincia que hice de “Leandro”. La vida de un viejo es amarilla, es
sepia, es, muchas veces, un perpetuo domingo por la tarde. Pero ¿por qué Alonso
Sánchez Baute sospecha que este color vetusto puede estar en la voz de amigos,
de familiares, en las letras de las canciones, de la vida del popular Leandro
Díaz? Son cosas que espero un día poder preguntarle a Alonso conversemos en
Valledupar con el Santo Gusano de San Dionisio Ocotepec, Tlacolula de Oaxaca
que he conseguido para él.
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