martes, 10 de agosto de 2021

“Leandro” de Alonso Sánchez Baute

 


Podría decir que he releído “Leandro” (Alfaguara, 2019) de Alonso Sánchez Baute (Valledupar, 1964), pero ahora mismo me ha pillado una duda al respecto. Estaba en Bogotá, al norte, muy cerca de las montañas, de esto hace apenas unas semanas. Desde el balcón de mi apartaestudio sobre la 72 fumaba, bebía cerveza y no dejaba de tararear esa partecita de coro que dice “cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana”. Era la voz aguda de Alfredo Gutiérrez cantando aquella canción de Leandro Díaz, personaje de la biografía novelada que estaba gozando como hiel en herida a causa de una cachetada amorosa. No lloré nada más porque soy mexicano, pero eso sí, mi corazón comenzó con su tucún tucún apenas pasé de la Poker al mezcal oaxaqueño que libró sin problemas los radares celosos de El Dorado.

Ahora estoy en mi provincia, muy lejos de la lluvia chipi chipi de Bogotá; aquí amanecemos a 27°C y decimos “uy, qué fría mañana”, y lo disfrutamos, tomamos café costeño y sabemos que por ahí de mediodía el termómetro nos dirá que alcanzaremos una sensación térmica de 39°C. Luego llueve, luego hay mucho verde y por las noches terminamos con una humedad que levanta una bruma fantasmal en los jardines del barrio. “Esto no puede ser una relectura” me digo entonces, “se trata más bien de una lectura completamente diferente, la lectura que precisaba” me confirmo y trago mezcal en honor a Alonso, que me ha dicho por interior que se acompaña de esta bebida de vez en vez cuando se sienta a escribir.

El primer libro que leí de Alonso fue “Líbranos del bien” (Alfaguara, 2008), una crónica con una carga ficcional que resultó un monstruo que destruyó la mayoría de mis imperativos sobre cómo contar la tragedia desde el periodismo de investigación. Luego vino a mis manos, más recientemente, “Parábolas del Salmón” (Rey Naranjo Editores, 2020), una crónica-memoria pura de viaje y estancia que da cuenta de una suerte de estética del fracaso, pero sobre todo de la vindicación de lo que se sabía de antemano, es decir, que el deseo tiene sus destinos e irremediablemente va hacia ellos y termina gozándolos. “Leandro” fue un regalo de cumpleaños, “lo escribió tu amigo” me dijeron cuando me lo entregaron, y yo me creí el cuentito, de que, afectivamente, Alonso era mi amigo, y así lo considero. Los escritores no lo saben, creo yo, pero aquí estamos sus más fieles seguidores pendientes de sus ejercicios literarios antes que de las vicisitudes personales, pero, vamos, cuando las redes nos dicen que algo les ha pasado o que las traen liadas, pues también apechugamos y deseamos lo mejor para ellos. Así me pasa con este abogado de la Universidad Externado de Colombia y reconocido en 2002 con el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá por “Al diablo la maldita primavera”, obra del que en su momento alguien dijo “Colombia aún no está preparada para esto”.

Soy un lector de ciencias sociales, lo hago profesionalmente ―me han dicho―, escribo una tesis doctoral y a todo lo que leo le meto el cerebro y no abstraigo ficción de la no ficción. Así que me creo todo lo que me dicen ―mi lectura es crítica―; me creí cada una de las palabras de Alonso en “Leandro”, primero porque no me costó trabajo, o sea, este colombiano tiene por oficio el periodismo de campo y eso es el andamio que sostiene el argumento de su historia y su ulterior despliegue. Hay un método definido que también lo vi en “Líbranos del bien” ―no se repite, Alonso en realidad insiste―. Confieso que le reclamo un presupuesto de partida, pero no importa, aunque no esté lo sospecho explicito ―hay que discutirlo en una entrevista, Alonso―.

El autor va de una voz narradora a otra, y es un gran reto, porque una voz es una inflexión que soporta al personaje; planteado de otra forma, no hay más que lo dicho en el monólogo del entrevistado y las preguntas del narrador-entrevistador. Por si fuera poco, la voz que recuerda en voz alta es la de un hombre viejo, otro que es ciego, una señora anciana; la vida vetusta. A veces me tomó por sorpresa que la amnesia no hiciera de las suyas en lo relatado, pero eso se lo dejo a Alonso que afortunadamente le tocó pura gente lúcida a esa edad y me parece que las aprovechó con buena técnica en sus entrevistas para luego producir el contenido de su historia.

El personaje es Leandro Díaz, uno de los compositores de vallenato más importante de Colombia. Nacido ciego y rechazado por su padre y su madre desde la infancia, criado y educado en buena parte por su tía Erótida. La voz de Leandro está en buena parte del libro, su monólogo, pero hay algo mucho más interesante para mí en la técnica de Alonso, pues hace aparecer a Leandro en aquellas otras voces, porque hablan de él, porque lo recuerdan a él, porque, vaya vida, todo se trata de Leandro. Y esto, muchachos, es magia perpetua en alguien que ofrece sus mejores cartas literarias. Hace hablar a Leandro, un hombre viejo y ciego que recuerda su infancia solitaria: “Amarillo es el color de la nostalgia”, así recuerda Leandro las palabras de su tía Erótida. “Las fotos cuando están viejas se amarillan y al verlas se nos viene el pasado encima, como un chaparrón, y nos ponen melancólicos” también le decía su mentora de infancia. Esto se llama juego de lenguaje, Alonso seguramente lo sabe y lo usa magistralmente.

Finalmente, hay algo que descubrí en esta lectura de provincia que hice de “Leandro”. La vida de un viejo es amarilla, es sepia, es, muchas veces, un perpetuo domingo por la tarde. Pero ¿por qué Alonso Sánchez Baute sospecha que este color vetusto puede estar en la voz de amigos, de familiares, en las letras de las canciones, de la vida del popular Leandro Díaz? Son cosas que espero un día poder preguntarle a Alonso conversemos en Valledupar con el Santo Gusano de San Dionisio Ocotepec, Tlacolula de Oaxaca que he conseguido para él.

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