Carlos Fernández
Liria, profesor de filosofía, dice que el materialismo, de principio, consiste
en ese lugar que está afuera, en otra parte, del idealismo, y uno en
particular, el desarrollado por Hegel. La tesis es, a grandes rasgos, la
siguiente: la forma de todo está en el pensamiento, vaya, que es una
construcción del pensamiento. Pero aquí el materialismo es, además, histórico.
La formulación conceptual, si bien no es acuñada por Karl Marx, sí que tiene su
argumentario en la teoría del filósofo y economista alemán, y viene a decir
algo más o menos así: el materialismo histórico es la aplicación consecuente
del materialismo dialéctico, el cual da cuenta de las leyes del desarrollo de
la naturaleza y su relación con el hombre. Pero Perry Anderson (Londres,
1938) dice que es cosa más compleja, lo dice en “Tras las huellas del
materialismo histórico” (Siglo XXI, 2ª edición), asegura que se trata de un
cuerpo teórico producido por la razón y que su aplicación mantiene el cambio
controlado de la sociedad. Es decir, es teoría y es práctica. Este historiador
encuentra que la prominencia del materialismo histórico ha perdido espacios en
el debate intelectual y propone una hipótesis continental al respecto: el
marxismo francés, el de la Liberación, dominaba el terreno intelectual y
militante, sin embargo, encontró su principal adversario en un movimiento
filosófico llamado estructuralismo y, por si fuera poco, el olvido de sus
objetos de estudio y su privilegio se alcanzó con los posestructuralistas.
Aquí es donde encuentro
mi interés. Veamos. En 1960 salió a la luz “Crítica de la razón dialéctica” del
francés Jean-Paul Sartre, en esa obra se plantearon los problemas clásicos del
marxismo y, por supuesto, la forma de resolverlos era a partir del materialismo
histórico. Las reacciones no se hicieron esperar, una en particular, la de
Claude Lévi-Strauss con “El pensamiento salvaje” de 1962. La dura dedicatoria a
Sartre no tuvo reviro de su parte. Desde la antropología, Lévi-Strauss indaga
los mitos, los ritos y las creencias que, a decir de su tesis principal, no han
variado en la historia de una sociedad, es decir, son constantes, es decir, son
una estructura. Sartre, dicen los que saben, leyó el libro y no dijo nada, al
parecer el obrero como sujeto revolucionario estaba perdiendo terreno teórico y
práctico, y ahora eran esas cosas, los mitos y las canciones, lo que ahora
interesaba a una suerte de “nuevo” y “extraño” marxismo. En los circuitos
intelectuales comenzó a sentirse algo extraño: ¿Qué estaba pasando con el materialismo
histórico en aquella Francia de la segunda mitad de siglo XX?
Louis Althusser
en 1965 vino a poner un poco de orden con “Para leer el capital”. Los que saben
dicen que con este libro fundó lo que se llamó el “materialismo
estructuralista”. Consistió en una lectura crítica de "El capital" de
Karl Marx, pero con una novedad, además de la filosofía le dio por acudir a la
lingüística y a la literatura. ¿El objetivo? Sencillo, y lo he dicho arriba,
liberar a Marx pensador del sistema hegeliano. La idea era convertir el
marxismo en una ciencia que diera valor a las famosas leyes del desarrollo de
la naturaleza. Claro, no se trataba de una defensa a Sartre, pero tampoco de un
ataque a Lévi-Strauss, más bien de una vuelta de tuerca inesperada que, por decirlo
de algún modo, volvía a aponer sobre la mesa el materialismo histórico. Pero
sucedió algo, o más bien, apareció alguien: Michel Foucault.
Este historiador
y psicólogo dijo, recuperando al Nietzsche de Heidegger, que si Dios había
muerto, no era mala idea decir que el sujeto también lo estaba. Pero qué
significa que el sujeto se muera: que prevalezca la estructura sobre él.
Althusser, al poner sobre la mesa los problemas del marxismo estructuralista,
equilibraba la estructura con el sujeto. Con Foucault, sencillamente, los
últimos rescoldos de éste se apagaron. Lo que Perry Anderson nos dice al
respecto es que se acabaron los sindicatos, los obreros, los salarios, las
jornadas laborales, la lucha de clases; ahora lo que rondaba en los cafetines
parisinos era la locura de Foucault, el inconsciente hecho lenguaje de Lacan,
las deconstrucciones de Derrida y lo extralingüístico con Deleuze. Aquí está el
posestructuralismo.
Afortunadamente
no todo estaba perdido, porque si esto sucedía en Francia, en Alemania las
habas se cocían a la misma temperatura de siempre: la teoría crítica y
particularmente con la Escuela de Fráncfort.
El marxismo en
Alemania estuvo comandado en cierto momento por Luxemburgo, Kautsky, Bauer y
Lukács; la vieja escuela que sabía que no había estructura sin sujeto y el
sujeto bien podría ser la forma última del pensamiento. Siguieron a esta
generación Horkheimer, Habermas y Adorno, que si bien reconocieron que en los
sueños de la modernidad se convirtieron en pesadillas, también reconocieron que
los planteamientos de la razón ilustrada habían ofrecido una explicación a la
forma social. Claro está que el marxismo alemán, al menos el desarrollado por
Habermas, catapultó el materialismo histórico con otra gran vuelta de tuerca:
de la interacción social a la comunicación. Comenzaron siendo ambivalentes,
aunque Perry Anderson confía en que la comunicación era más precisa en sus
intenciones. El problema fue que la comunicación comenzó a entenderse como
lenguaje y se intercambiaban deliberadamente hasta que terminó en algo se
conoce como “proceso de aprendizaje”. Sea como fuere, la cosa es que este
programa habermasiano daba cause a algo que conoceremos como “verdad
consensuada”, es decir, gracias a la comunicación en algo estamos de acuerdo, y
ese algo es la verdad que si bien no es invencible sí que se torna estructura
por un buen rato. Chantal Mouffe critica fuertemente este planteamiento, dicho
sea de paso, quizá porque en Habermas hay una suerte de superación a la Hegel,
y pues Althusser ya venía insistiendo en lo contrario. En fin, el conflicto, es
decir, lo político, o permanece o algo anda mal y ya andamos en la postpolítica
y la posmodernidad.
“Tras las huellas
del materialismo histórico” se publicó originalmente en 1983 y a partir de tres
conferencias y un epílogo, da continuidad a sus “Consideraciones sobre el
marxismo occidental”. En cada caso lo que intenta este turbo-politólogo es
reflexionar en torno al devenir del marxismo y del materialismo histórico en la
última parte del siglo XX ―y en lo que va del XXI, aprovechando que tenemos el calendario en la
mano―. En fin, espero que el método y la disciplina que me he
impuesto de un tiempo a esta parte comiencen a dar resultados en la producción del contenido de mi tesis doctoral,
que es más bien por esto que navego en los marxismos y los neomarxismos ―tan antipático me suena esto último―.
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