En 1951, en
el Departamento de Sucre, Colombia, asesinaron a un hombre. La historia del
crimen, según dicen los que saben, se recoge en "Crónica de una muerte
anunciada" (La oveja negra, 1981, 1ª edición) del escritor Gabriel
García Márquez (Aracataca, Magdalena, Colombia, 1927). Esta obra conjuga la
narrativa y la investigación periodística, lo que ha hecho asegurar a más de
uno que se trata de una novela policiaca.
Se cuenta
la triste historia de Bayardo San Román, Ángela Vicario y Santiago Nasar.
Bayardo, recién llegado al pueblo y sin conocer a Ángela, decide casarse con
ella. En la noche de bodas, o mejor dicho, en la madrugada después de
comprometerse en matrimonio, Bayardo descubrió que Ángela no era virgen, así
que la devolvió a su madre Purísima del Carmen, también conocida en aquel
pueblo caribeño como Pura Vicario. Los gemelos Pedro y Pablo Vicario decidieron
limpiar el honor de su hermana y así el de su familia, así que le dijeron a
todo al que veían pasar “vamos a matar a Santiago Nasar” y lo mataron.
El narrador
decide contar la historia 27 años después. Era lunes el día que mataron a
Santiago Nasar, era febrero, ya se sentía la primavera adelantada. “Santiago
Nasar era alegre y pacífico y de corazón fácil” le dijo alguien. Al parecer
tenía necesidad de contar porque también quería entender qué fue lo que
sucedió. En realidad todos en el pueblo presenciaron el asesinato porque ya
sabían que lo iban a matar. Entonces, el narrador quería saber por qué pasaron
así las cosas. Yo, que leo con la lentitud de quien no se quiere perder de
nada, también quiero entender lo que he leído y he imaginado. Entender, por
ejemplo, ¿por qué la muerte genera tantos estragos en la existencia de los
vivos, y cuando el tiempo ha pasado y sentimos que todo volvió a la normalidad,
siempre asoman sus ojos el recuerdo fúnebre? Y esta es la clave, creo yo, de
todo esto: ¿Qué otras formas tenemos para darle a la muerte, además del
recuerdo insoslayable?
¡Ay, el
cuerpo de Santiago Nasar! Ay, Santiago Nasar, también sabía que lo iban a
matar, pero lo supo unos momentos antes de que los asesinos consumaran el
hecho. Entonces yo me pregunté mientras leía: ¿Cuánta vida queda entre lo
inmanente y la incertidumbre? Fue el último en enterarse y estúpidamente el
primero en sentirlo. Consternado estaba, sin poder comprender lo que ocurría, y
aquellos no eran momentos de reflexión, tocaba salir huyendo para resguardarse,
para seguir con la verticalidad que dios manda para labrarse la vida diaria.
Pero Santiago Nasar “era un mierda, como su padre" dijo la madre al
narrador cuando éste le pidió que le contara los últimos instantes en que lo
vio.
El otro
cuerpo sin valor era el de Ángela Vicario. Depreciado por Bayardo San Román.
¡No era virgen, ya no valía! Y el hombre se tiró a la bebida, solo, en la casa
que había comprado para vivir con su esposa y donde pensaba tener hijos. Ángela
no siguió los consejos de sus cómplices, o quizá no pudo seguirlos, para
convencer a aquel hombre de que sí, que era pura, que mirara las sábanas apenas
amaneciera, que ellas darían fe de su impoluto pasado amoroso. Sin embargo no
hubo sangre, no hubo mancha roja en trapo blanco, no hubo lo esperado. Y yo
insisto, cuándo la estructura abrazó al sujeto y lo devoró, lo hizo añicos y lo
devolvió hecho nada. Busco si hay culpables: todos o bien ninguno. Eso concluyo
y no me ayuda mucho. Ángela no contaba con la soberbia de Bayardo que le dijo a
alguien “recuérdame mañana que despierte que me voy a casar con ella”, Santiago
Nasar era “un mierda”, pero de él nunca se escuchó su versión, ya estaba
muerto. ¿Los asesinos? El impulso y la pasión de algo que era mínimo: el honor
de la familia. Eso fue lo que los orillo a hacer de matarife con el cuerpo
fuerte de Santiago pero permeable al filo de los cuchillos.
Sigo con mi
lectura y cojo más velocidad. "Este libro ya lo he leído antes"
pienso. Sí, es una primera edición y es de mi viejo. Lo he cogido de su librero
y me digo “por qué no, me viene bien leerlo nuevamente”, 27 años más tarde”. Lo
recuerdo bien, recién había ingresado a la secundaria y mi maestro de español
nos habló de literatura, de poesía, de dramaturgia. “¿Alguien está leyendo
alguna novela o un poemario?” quería saber, pero el grupo no abría la boca. Esa
misma tarde, después de clases, di con "Crónica de una muerte
anunciada" y "La hojarasca". Leí las dos en esa temporada, una
después de la otra, pero no se cuál fue primero y cuál le siguió. En todo caso,
recuerdo que lo hice con fruición y a cada momento quería saber más, un poco
más, otro dato, quería deducir cómo mataron a Santiago Nasar. Al turco ese.
Creo que
fue la segunda vez que vi a la muerte cara a cara, o de cara al papel, mejor
dicho. Por entonces, en mi barrio, habían asesinado a un vecino. Se decía que
fue por un problema de faldas. Había encontrado a su mujer con otro y el otro
le dijo que lo iba a matar y lo mató. Yo quise saber más sobre ese asesinato,
pero a mi edad nadie quería decirme nada. Pero en las noches calurosas
escuchaba cosas, todas referentes a la mujer que se quedó con el amante y
rápido se olvido del esposo obrero del que más tarde se supo que otra mujer con
familia también le lloraba en silencio desde otro barrio. Un muerto, dos
viudas, y un hombre que terminó en la cárcel. En "Crónica de una muerte
anunciada" volví a ver los detalles del amor y del asesinato, de las
palabras que recoge el cronista y las junta, de los acontecimientos que se
enlaza en el tiempo. Y uno va leyendo y sabe que eso ya se dijo de otra forma,
en otra voz, que lo que ahora es duda más adelante se confirmará. Y el lector
de la crónica sigue ahí, confiando en la fórmula que ha encontrado su cronista.
Y sí, no se equivoca, ahí está todo el sentido de la historia. ¿Las preguntas?
Esas tienen que quedar siempre, no para una segunda parte, más bien para que la
historia no muera, que sea un recuerdo. ¡Faltaba más, muchachos!
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