lunes, 1 de abril de 2019

Reseña de "Miss Peregrine y los niños peculiares" de Ransom Riggs


Miss peregrine y los niños peculiares (Planeta, 2016) lo escribió Ransom Riggs (Maryland, 1979), y desde la primera página uno se pregunta: “¿cuándo las portadas sustituyeron a la crítica literaria?”. La respuesta surge de inmediato como gancho al hígado en el segundo raund: “cuando a los críticos les recordaron que el mercado que una vez los cobijó los dejó completamente huérfanos; es decir, ya no los necesitaban porque era tanta su soberbia que los escritores pensaban más en ellos que en sus lectores a la hora de escribir”. Y es que de pronto se convirtieron en los filtros culturales para definir cuál era la buena literatura y cuál había que marginar a lo popular. Claro, lo bueno comenzaba por Europa y de camino hacia Latinoamérica la duda asomaba sus narices. 

Creo que lo que más les pesó fue el upper que los mandó a la lona: ¿quién se hubiera imaginado que unos chicos frente a una cámara de celular (booktubers), hablando del último libro que leyeron, inauguraran más lectores que las doctas palabras de unos tipos con cabellos canos y barbas pobladas —la mayoría de ellos— que simulaban al gordo rojo de navidad? Creo que ni ellos mismos lo esperaron, y para cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde, porque a los jóvenes lectores les importó un huevo lo que dijeran y cambiaron la pose de intelectual inhalando hongos en ocres librerías de viejo por la compra por internet y en locales modernos con estanterías multicolores.

Cuando mi librera me preguntó “¿a qué te suena este título?”, yo supuse que la señora con ballesta en el primer plano de la porta era la tal Miss Peregrine (y para los que somos sureños, peregrina nos diría mucho más, pero aquí no es el lugar para hablar de ello); lo de los niños peculiares era evidente: levitar sujetada de una cuerda —“quizá no es buena en eso” pensé, “por eso el chico con cara de ‘tómame una foto así como que no me doy cuenta’ suspende su interminable ascenso—; una niña con fuerza descomunal capaz de cargar una gran piedra —“esa sí que es fuerza de voluntad” pensé y sonreír y mi librera secundó mi gesto—; un chico invisible pero vestido —“confirmado: a uno lo tratan como se ve o como se viste” dije en mi fuero interno—; dos infantes con máscaras macabras —“¿campo de concentración?” externé en voz alta y mi librera dijo “wow, sólo tú” y en ese momento no entendí bien su expresión—; y por último una chica guapísima con llamas en la mano —“ella es la pura candela, de seguro es la mayor y con las manos más traviesas en la historia”, esto último me salió en voz alta. En fin, la portada ayudó de más.

La trama no sería tan difícil de deducir: defender un castillo en ruinas, lo cual significaba que ahí estuvieron desde el comienzo de la historia o a ese sitio los arrojó  las circunstancias. ¿Poderes o peculiaridades? Sea como fuere, sus habilidades servirían para enfrentar a otros personajes que se presentarían eventualmente como los enemigos. Pero una pregunta faltaba: “¿Qué hace una mujer con ballesta ante unos niños con poderes que no demuestran más que su debilidad?”. Listo: Segunda Guerra Mundial, el Gueto de Varsovia y una supermujer llamada Irene Sendler salvando niños judíos y enviándolos a lugares más seguros para que no fueran asesinados por los nazis.  

Se supone que Ransom Riggs es un escritor de libros juveniles, lo cual es la primera mentira —en el sentido de Silvio Rodríguez, advierto—, Miss Peregrine… se presentó ante mis ojos como la ficción donde los niños judíos también podían devolver el fuego a los aviones de Hitler, que se podían salvar gracias al gran poder que tenían: la imaginación. La segunda mentira la encontré al final de la novela, donde se presume una huida a otro lugar, a otro tiempo: yo digo que no, más bien la inteligencia de los niños superó al escritor y entendieron que toda victoria dejaba a su paso a sus damnificados.

Jacob, la primera persona de la historia, tenía un abuelo superviviente —¡sí, maldita sea! de la Segunda Guerra Mundial que le contaba extrañas historias de niños peculiares. ¡Esa era la verdad, por un carajo! Pero a los dieciséis años Jacob duda de las palabras de su abuelo y asegura que lo dicho por él no eran más que fantasías —sería huevón el tal Jacob—, y como buen adolescente millonario prefería hacer de niño rata contra todo aquel que no tuviera su condición económica. Pero por razones que se explican en la historia, ésta da una vuelta tremenda y el personaje principal ya no puede dudar —a veces lo evidente nos golpea a la cara y ya no hay marcha atrás—. Junto con los niños peculiares —no es spoiler, está en la portada, hay que tener habilidad deductiva y listo— emprende una batalla contra unos monstruos —si han leído la historia de las dos guerras y de los guetos podrán deliberar entre los buenos y los malos— en la que se gana y se pierde, pero sobre todo se aprende algo que Ransom Riggs sospecho tenía guardado bajo la manga: atrás está la respuesta, pero el pasado —la historia— no subjetiviza, de alguna manera seguimos siendo los mismos de antes, completados en el devenir de la historia, no irrupciones de acontecimiento, más bien como envueltos en él como tragedia. 

Quizá Theodor Adorno tenía razón, “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Así que nos tocará dejarnos de sublimaciones y ser más directos: monstruo, quemados, cámaras gas, asesinatos por fusilamiento, niños muriendo de hambre. La tragedia. Quizá Michel Onfray tenga razón: “la Segunda Guerra Mundial es un agujero negro que nos tragará eternamente”. 

En fin, Miss Peregrine y los niños peculiares tiene un ritmo y tempo que hace que el lector alcance las cuatrocientas doce páginas sin mayores complicaciones. Además de que la obra viene acompañada de una serie de fotografías viejas muy originales que le dan forma a la lectura —hay créditos de los autores, por si quieren hacerse los interesantes y buscar las imágenes por internet y ponerlas como fotos de portada de su Facebook con una frase sacada de la manga—.

Por último, lectores de todo el mundo, la literatura de portada ha llegado, y hay que tener la cara de cemento para disimular que lo mismo busca un texto de Zigmunt Bauman, pasando por los de Michel Foucault y terminando con las carísimas obras de los pensadores de la Escuela de Frankfort. Así que quizá podamos dejarnos de hipocresías intelectuales y recuperar la honesta resignación a la que el neoliberalismo nos ha llevado: “usted leerá lo que yo le ponga en las vitrinas, que para eso tengo críticos literarios en mi nómina y les pago en verde; o bien sea inteligente y responsabilícese de las lecturas que tiene pensado hacer en este 2019, que pinta con grandes novedades de buenos escritores que afortunadamente no han sido becados por el FONCA”.

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