domingo, 24 de marzo de 2019

Reseña de “El castillo de los Cárpatos” de Julio Verne | Contar lo que sucedió


La primera vez que escuché nombrar a Julio Verne (Nantes, 1820) fue en una noche vieja con viento norte allá en la provincia. Se había ido la luz en el barrio. No pasaba de los diez años y el último día del calendario era el mejor de todos los días del año, así que pasarla a oscuras me causó una profunda tristeza. Cómo hacer sonar la música de verbena, cómo correr por todo el jardín sin el riesgo de tropezar, caer y herirnos. Aquella iba a ser para mí la peor noche de mi vida. Entonces alguien apareció y me contó que Julio Verne fue un aventurero que igual viajaba en globo, en tren o en submarino.

En el bachillerato (últimamente han sucedido cosas que me han recordado a mi profesora de literatura) aprendí que existía la literatura fantástica, de ciencia ficción, con historias de viaje y de aventuras. Ahí alguien volvió a mencionar al escritor francés, del que sus padres esperaban que se convirtiera en un prominente  abogado. Julio Verne provenía de una familia ilustrada, navegantes todos ellos y con mucho, pero sí que mucho, dinero. Digamos que tenía la vida resuelta, pero resulta que él quería escribir sus aventuras, así que tenía primero que vivirlas. En uno de los barcos que su familia construyó —tenían una fábrica de barcos—, un día decidió escapar hacia África, esto con menos de quince años. Su padre logró detenerlo, y como castigo lo mandó a su cuarto sin comer y lo tubo a puro pan y agua. Además, cuentan sus biógrafos, que un par de azotes sí que le dieron en la espalda para que escarmentara. 

Como todas las familias adineradas de finales del xviii y la plenitud del xix, le levantaron el castigo a Julio Verne y al parecer le aceptaron que arruinara su vida con eso de la escritura y se olvidara de ser un prominente abogado para velar por los intereses de las empresas de su familia. ¡Anda ya! Pues Verne, liberado de esa atadura le dio por construir un puente entre la ciencia de la época —el “espíritu” le llamaban los sabios—y la literatura y sin más escribió a calendario seguido tres grandes obras: Cinco semanas en globo (1863), Viaje al centro de la Tierra (1864) y De la Tierra a la Luna (1865). Y pues, por cosas de la vida, y por lo que significa tener el banco lleno de dinero, en tres años escribió más de mil páginas. No es que naciera para eso, es que no tenía nada mejor que hacer que escribir y lo hacía muy bien. 

En 1970, después de escribir otras obras igual de importantes, publica lo que para mí es la obra más extraordinaria de ciencia ficción, donde la tecnología, el viaje, la aventura, el terror y el amor se juntan y hacen fiesta. Me refiero a Veinte mil leguas en viaje submarino. Ahí conocí al Capitán Nemo, después a Silvio Rodríguez, y más recientemente a mi sobrino Humboldt, y desde entonces no puedo dejar de pensar en la posibilidad de que aquellas aventuras realmente sucedieron, que las predicciones, que no fueron pocas, realmente se calcaron de los libros —de la imaginación de Verne. Se dice de él que antes que cualquier científico, en sus libros se advirtieron grandes inventos tecnológicos: Televisión, helicópteros, submarinos y hasta naves espaciales.

En 1892 se publica la obra que ahora me ocupa: El castillo de los Cárpatos. Yo tengo una edición hermosa de EDUCAL (2014) que me costó cincuenta pesos, se supone que gracias a la 4T. Es una obra que pertenece a la última fase del escritor francés, donde también, según cuentan los que saben, se pronosticó uno que otro invento (el holograma, por ejemplo). Se dice que esta obra pertenece al género de literatura gótica, incluso han dicho que ha sido catalogada en literatura vampírica —¡ay no más!—. Y parece tener sentido, la historia se desarrolla en las tierras de los Cárpatos, en el mero corazón de Transilvania. Se trata de una cadena de montañas, una larga cordillera, que recorre las fronteras de varios países en Europa Oriental (Austria, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Ucrania, Rumania, Serbia y el norte Hungría—cuando leo estos nombres no puedo dejar de pensar en leyendas, mitos y en Drácula (1897) de Bram Stokker (Irlanda, 1847).

Stilla es una extraordinaria cantante de ópera, y tenía un admirador que por estas fechas cualquiera llamaría acosador: el Barón Rodolfo de Gortz. Este hombre recorría cada teatro en el que Stilla se iba a presentar, y de alguna manera lograba que la artista notara su presencia. Realmente el barón estaba fascinado con la voz y el arte de su admirada interprete. También de buena familia, ¡vaya, que era Barón! Pero como no todo sale bien en la vida, el aventurero y Conde Franzde Térek decidió pedir  la mano de Stilla y ésta dijo “cómo no, claro que me caso con usted”. Sólo que, en aquella época, y supongo que también en ésta, el amor costaba mucho porque era una inversión que después ofrecía ganancias: a cambio tenía que renunciar a ser artista. Todos los que esperaban cada temporada de teatro para ir a escuchar a Stilla supieron de la boda y del prematuro retiro de la interprete de los escenarios. ¡Sentían que les estaban arrebatando una obra de arte! Entre todos, quién más se cabreó fue Rodolfo de Gortz, tanto que en el concierto de despedida hizo un desmadre que no contaré aquí porque perdería mucho sentido su próxima lectura. 

Julio Verne arma una trama donde ambos hombres de bien se estaban disputando a la voz y a la mujer. Uno de ellos venció, pero la victoria fue pírrica, porque también ambos perdieron mucho. Con el paso de los años, se volvieron a ver las caras, sobre todo después de que en las tierras de los Cárpatos alguien observara que de la chimenea del castillo salía humo, lo que era imposible dado que nadie ocupaba ese lugar desde hacía varios años. ¡Pues entonces era el demonio, qué más!  Aquí es donde se junta la gimnasia con la magnesia: dos hombres ilustrados en disputa, uno infundiendo supersticiones sobre el pueblo haciendo uso de tecnologías incipientes de la época; el otro tratando de demostrar la imposibilidad del hecho. En medio había un pueblo dividido entre sus creencias y más de mil años de historia con sus leyendas muy clavados en el imaginario colectivo.

Julio Verne tenía una pluma que nunca se cansaba. Con esto quiero decir es que no le viene la manía de borrar si no quedó a la primera, más bien en el punto donde cae en la cuenta que algo faltó, pues sencillamente hace regresar al personaje por lo que le faltó, luego vuelve de la mano del lector al punto pendiente. Eso es un escritor con la pluma activa. Y quizá eso sea lo que más disfruté de El castillo de los Cárpatos, donde hay una historia que se cuenta como las cosas suceden.

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