La ansiedad anticipa un peligro y el sujeto ansioso se dispone a su llegada. No se hace el valiente, lo caracteriza la honestidad emocional, de tal suerte que el miedo ─que eventualmente será incontrolable─ se hace presente. Así las cosas, la ansiedad es una emoción que tiene, a decir de la literatura psicobiológica producida por Rosenzweig y Leiman, tres formas de manifestarse: uno, se trata de un “sentimiento subjetivo privado” donde el sujeto interpreta lo que está ‘sintiendo’ y así lo reporta; dos, es una “expresión o manifestación de respuestas somáticas y autónomas específicas”, es decir, el aumento del ritmo cardiaco, la sudoración, la dificultad de respiración y los mareos se activan autónomamente, de hecho ─o paradójicamente─ este estado de malestar es fundamental para el advenimiento del reto al que se enfrentará la persona; tres, se configura como acciones emocionales con una “importante función de supervivencia, porque ayudan a generar reacciones apropiadas a las ‘emergencias’ producidas en el entorno”, dicho de otro modo, son respuestas adaptativas ante cualquier situación depredadora.
Se trata de un miedo mal encausado, dicen los psicólogos, de verse
superado por las circunstancias adversas que inmovilizan física y
cognoscitivamente a la persona ansiosa. La constancia de esta situación agrava
el problema, porque ahora se tiene “miedo al miedo”, que no significa otra cosa
que sentir un temor por un futuro sentimiento de inseguridad ante
circunstancias de “peligro”. La persona ansiosa es honesta, decía arriba, lo va
a intentar, no obstante, pronostica la derrota y el desfallecimiento. Es un
círculo del que no podrá salir sin ayuda profesional, sobre todo porque lo
incapacita socialmente. Lo voy a plantear de otra manera: sucede que la
cantidad de gasto energético que implica un ataque de ansiedad ─con duración de
unos minutos, varias horas o días enteros─ lleva al cuerpo a un estado de
agotamiento extremo, y no significa que el sujeto se heche a la cama y por fin
logre dormir, esto no es así; los niveles de atención se ven disminuidos
considerablemente, lo que declara una incompetencia cognoscitiva de orden
adaptativo. El escenario no es halagüeño para el sujeto ansioso, y dado que se
entera de su condición entonces lo pasa fatal.
La visión del ansioso no es objetiva, la realidad está repleta de
“amenazas” a los que se tiene que enfrentar. Claro, el sujeto ansioso se
pregunta por qué aquellos no lo ven si para él es tan evidente, o por qué la
dimensión de un “peligro” es menor y por eso mismos resoluble en otras
personas. Entones se entera de que tiene un problema, o bien, y esto puede ser
lo más doloroso, cae en la cuenta de que quizá él no tiene la misma capacidad
para salir avante, aquí es donde entra el “miedo a perder el control”. El
sociólogo polaco, Zygmunt Bauman, escribió alguna vez que “en el momento en el
que averiguamos de dónde procede esa amenaza, sabemos también qué podemos
hacer” y si en verdad hay algo por hacer. Claro que lleva buena parte de razón
en esto, porque dar nombre a las cosas es domeñarla un poco, lo que sucede con
el psiquismo ansioso es que la palabra que le da a la cosa no siempre empata, o
sea, “tormenta” para una lluvia de temporada no es precisamente una técnica
lingüística eficaz de dominio y control. Así las cosas, el sujeto ansioso
sobre-prepara su interpretación, su cuerpo y su conducta de ataque por arriba
de cualquier línea base de la realidad más ingenua que podamos encontrarnos.
“No era para tanto” dicen otros, “es que era suficiente” les responde él, pero
no terminan de entenderlo.
Quizá muchos de ustedes no lo conozcan, y tiene sentido, porque es un
personaje de ficción de Patrick Süskind ─sí, el que escribió “El perfume”─:
Jonathan Noel se llama. Una mañana, tras abrir la puerta de su cuarto de
pensión se topó con una paloma en el estrecho pasillo y no pudo más. Su miedo
era inmenso, inexplicable, pero en todo caso ahí estaba. Los movimientos de
aquel animal lo llenaban de angustia y temor, esto le desató un fuerte ataque
de ansiedad que lo inhabilitó para levantarse de la cama y cuando lo hacía solo
era para caminar en círculos en el interior de su lugar de dormir. Del trabajo,
mejor no decir nada. Llegó al extremo de rentar un cuarto de hotel para no
llegar al sitio donde la paloma podría estar esperándolo. Ciertamente se trata
de un animal indefenso, más allá de cualquier filia o fobia que se tenga del
ave en turno, pero el señor Noel lo dimensionó a un extremo peligroso que le
jodió la vida cotidiana. La pregunta es la siguiente: ¿Qué pasaba por la mente
de Jonathan para asignar ese calibre de peligro en una paloma que por alguna
razón esa mañana apareció en el pasillo de su cuarto de pensión? Se puede
formular de otra manera: ¿Qué fue lo que descolocó el aparato psíquico de Noel
y lo hizo responder corporal y cognoscitivamente de forma descompuesta? Aquí
hay un sujeto ansioso con una historia de vida que puede explicarnos buena
parte de su presente, la novela se llama “La paloma” y sería bueno que le
dieran una leída, es breve y descomunal.
Lo interesante de este personaje de ficción que representa el extremo de
un sujeto ansioso de la vida real, es que lamentablemente se le parece
demasiado. Quizá sea la causa de la vergüenza que siente y por eso se guarda y
no sale de casa, o bien se reserva el sentimiento gregario porque ¿hay algo más
descomunal que explicar la ridícula forma de experimentar el miedo ante aquello
que es una broma estúpida para el resto? El ansioso, reconociéndose así,
perfecciona sus hábitos, necesita la seguridad de cada paso que da, perder el control
es comenzar a pensar que lo ha perdido, pero el temblor de las manos lo delata,
la taquicardia y la dificultad para articular frases lo abrazan y sabe que el
desastre está muy cerca. Comúnmente se pone de pie y se despide, o encuentra
pretextos absurdos para separarse del grupo diciendo que vuelve en seguida, en
cambio pide un taxi y se va a su casa, o a cualquier otra parte donde no se
tope con alguna paloma que lo pueda terminar de hundir.
En su “Diapsálmata” el filósofo proto-existencialista, Søren Aabye Kierkegaard, escribió algo que puede definir la vida cotidiana de un sujeto ansioso, aquí lo pongo: “La vida se me ha convertido en un potaje amargo. Y, sin embargo, tengo que beberla gota a gota, lentamente, llevando la cuenta”. Apunto esto porque hay algo que, creo yo, se ha descuidado en las reflexiones de la ansiedad desde las ciencias sociales y la filosofía, es la percepción del tiempo en la experiencia del ataque de ansiedad generalizada: pasa demasiado lento y el ansioso sabe que no hay forma de acelerar las manecillas del reloj, pues todo está detenido y aprende el desamparo. Ante las pocas alternativas, decide tomar asiento en su soledad, cierra puertas y ventanas, y se prepara para intentar sobreponerse. Sabe que todo pasará, se lo dice el psicólogo y también el psiquiatra, pero igual le recuerdan que será lento, quizá unos días, unas semanas, varios meses o unos cuantos años. Él lo acepta, no tiene muchas opciones.
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