lunes, 17 de mayo de 2021

"Un día de la vida de Iván Denisovich" de Alexandr Soljenitsin


Siberia queda allá donde da vuelta el aire. Bien lejos. Hace mucho frío, el termómetro registra -50°C en los momentos más gélidos. Ahí vive gente, actualmente está habitada por unos 36 millones de personas. Todas andan bien cobijadas, de lo contrario se les congelaría hasta la sangre. Eso he leído.
Pero hace muchos años, ahí mismo ―de 1930 a 1960― existieron unos “campos de trabajo forzado” que se denominaron Gulag, éstos funcionaban como una extensión del famoso Departamento de Interior de la Unión Soviética (NKVD) que a su vez estaba dirigido por el Comité de Seguridad del Estado, mejor conocida en las películas norteamericanas como la KGB. Agencia de Inteligencia. Todo esto bajo el mando directo de Stalin.
La dictadura de Stalin tenía un propósito: desarrollar la industria en toda la Unión Soviética. Entonces, los “disidentes”, los “traidores al comunismo”, los "espías alemanes” y cualquier otro sospechoso que desatara la paranoia del dictador, se iba a ese lugar para aumentar la producción del “trabajo forzado”; también servía para torturar a los prisioneros y sacarles la confesión a como diera lugar. El trabajo produce y organiza la subjetividad, digo yo en mi tesis de doctorado, pero también mata, sobre todo cuando es forzado ―claro, quién diría que aquello de allá era trabajo―. En los Gulag murieron un poco más de dos millones de personas, y los que lograron sobrevivir… siguieron viviendo en aquel estado mental.
Si uno había perdido la fortaleza por humillación, por viejo o por lesión, pues lo mataban. ¿Cómo? Eventualmente morían, pero para acelerar el paso y escatimar en gastos “innecesarios”, pues comprobaban que estaba muerto con el famoso martillazo en la frente. Así era la vida en esos lugares. Pero vamos, ahí adentro, en esas sucursales del infierno en miedo de un mundo de hielo, no había prisioneros, sino gente, seres humanos que establecían relaciones humanas: amistad, camaradería, envidias, celos, espiritualidad, esperanza o resiliencia ―según uno sea filósofo o psicólogo respectivamente―, deseos y pasiones… una vez hubo un afuera para esos hombres, o sea que podrían regresar ahí.
Pues bien, en 1962 a Alexandr Soljenitsin (Kislovodsk, 1918 ― Moscú, 2008) le publicaron "Un día de la vida de Iván Denisovich" (Plaza & Janés, 1970, colección RotaTiva). Una novela que cuenta un día en la vida de Shújov en los campos de trabajo forzado estalinistas; más de uno dijo que con él falló el sistema. Quizá sí, no lo tengo tan seguro como el que esto aseguró. Otros, más osados, dicen que para comprender esta novela hay que navegar en las aguas vitales de Soljenitsin: ganó el Premio Nobel de Literatura en 1970 “por la fuerza ética con la que ha continuado las tradiciones indispensables de la literatura rusa” leyó alguien entonces ante toda la academia. Pero en 1974 le quitaron la ciudadanía y fue expulsado de la Unión Soviética, 16 años después se la devolvieron, pero hasta entonces le tocó salir huyendo y por una buena temporada andar escondido porque lo iban a matar.
Alexandr Soljenitsin se licenció en matemática sin dejar de acudir a cursos de literatura por su cuenta. En 1941 se enlistó y se fue a la guerra, al volver lo condecoraron en más de una ocasión, pero de pronto, como es la vida, alguien que sufría de paranoia lo acusó de “actividades antisoviéticas”, lo cual fue suficiente para su expulsión. En 1945 lo pillaron y lo llevaron prisionero, su castigo consistió en ocho años de trabajo forzado y unos cuantos más sin poder salir de casa, así hasta 1956. En total estuvo 11 años guardado.



No cabe duda de que la literatura de Alexandr Soljenitsin sí fue en su momento una crítica a la dictadura soviética, pero más allá de eso, que, según yo, de poco sirvió para abolir los castigos a miles de inocentes (digo esto porque todo mundo supo lo que pasó con Hitler y Stalin a ese respecto), lo que yo trato de entender es en dónde queda ese sitio en la cabeza de los prisioneros para sacar fortaleza o esperanza o resiliencia. Definitivamente no es en la cabeza de uno solo, sino del colectivo, del sujeto reprimido, y justamente la resistencia o la disidencia es la primera veta.
Estoy escribiendo desde un balcón al norte de Bogotá, la capital de Colombia, y las noticias de esta mañana es que los policías y los paramilitares singuen matando a jóvenes y a líderes sociales; incluso, una médica ha hecho pública su intención de pagar a paramilitares para que maten a “1000 indios” por lo menos; ya se ha disculpado, que eso no era lo que realmente deseaba, “pero es que en estos tiempos tan violentos” uno no sabe dónde tiene la cabeza. ¡Patrañas!
Entiendo así que es la indignidad, la rabia y la resistencia lo que emerge para ser capaces de arriesgar la vida en las calles de cualquier ciudad, o en un escondite escribiendo líneas contestatarias. Lo que sea necesario, la cosa es, digo yo, plantar las palabras y las historias con las otros puedan reformular sus soportes para la lucha. Sin duda, Bogotá está lejos de los Gulag soviéticos, pero hay algo en común, y es que hay un temor en el bando de los que no tienen armas y suponen que hay que obedecer para no perder la vida o el empleo, y del otro lado está la mano bélica de quien desde alguna parte más cálida, desde una oficina o la taza de su baño, maquina y obedece órdenes que lanza con la claridad y el cinismo de un verdadero hijoeputa.
Entonces sí, creo que hay que entender la vida de Alexandr Soljenitsin para que "Un día de la vida de Iván Denisovich" adquiera los mínimos significados de una novela por demás esperanzadora. Y aquí encuentro la clave, y supongo que por esto ha dicho alguien que con él el sistema fracasó. El objetivo de los campos de concentración nazi o de los Gulag era debilitar el cuerpo, hacerlo añico pero que pudiera seguir trabajando, que anduviera de pie con la energía mínima para “trabajar”. Si eso se lograba, y sabiendo que el pensamiento es amasijo del cuerpo, no habría ideas, solo reacción, solo respuesta y obediencia. Es el desamparo aprendido. Sin embargo, Jhójov, al final del día,
"[…] se duerme, satisfecho de todo. Hoy ha tenido suerte: no le han metido en el calabozo; no han enviado la brigada a la ‘ciudad socialista’; se zampó una ración suplementaria de kasha en la comida; el jefe de brigada se las ha apañado bien en lo del trabajo; Shújov ha elevado satisfactoriamente su pared, no ha descubierto su pedazo de sierra en el registro, se ha ganado suplementos en la cena, gracias a César, y ha comprado tabaco. Por último, ha sido fuerte y ha vencido la enfermedad".
Cómo es posible que al final del día miserable en un campo de trabajo forzado alguien venga y se sienta así. Ya lo he dicho arriba, lo sospecho. Pero el narrador nos da nuevas pistas.
Uno se va enterando que la voz narradora toma partido, porque se enoja con Shújov, lo ha llamado imbécil, idiota y algún otro peyorativo. ¿A caso es el mismo Alexandr Soljenitsin que toma partido en los acontecimientos? No es un simple narrador omnisciente, es más que eso, es un testigo y está del lado de los jodidos. ¿Claro, me pregunto, qué tipo de narrador es ese que parece recordar en él lo que está sucediendo en la obra que está contando? Sin duda, Alexandr Soljenitsin está ahí, estuvo ahí, y cuando cuenta, sabe que está rememorando. Pero en esta novela no puede hacer mucho, más que vigilar que la esperanza, bastión de la humanidad, no se venga abajo con Shújov, que lo demás se vaya al diablo, pero la esperanza no, hay que sostenerla a como dé lugar. Cuida a su lector. En otra obra sí se desbastaría con detalles de torturas, con el paso-a-paso de la mala vida, la mala hora, con la insignificancia que termina aumentando el drama de la obra. Me refiero aquí a su “Archipiélago Gulag”, el famoso reportaje (Plaza & Janén, 1974, colección Círculo de lectores).
Para que la felicidad en medio de la desgracia aparezca al final de un día de trabajo forzado, hay que estar muy atentos, a las vivas: cualquier omisión, cualquier error que cometiera Shújov, podía mandarlo a un calabozo por diez días. Después de 8 años preso en el campo de trabajo forzado sabe qué es lo que puede o no puede hacer, así que anda con pies de hierro, seguro del secreto que guarda y de la tranquilidad del que sabe que no lleva nada prohibido. Claro, de inmediato pienso cuánta diferencia hay con los obreros de hace unas décadas atrás, o de cualquier empleada de farmacia que tiene que ser requisado antes de irse a casa, o un comprador de supermercado, a él también le toca dar cuenta de que lo que lleva es lo que ha pagado. No sé quién inspiró a quien, pero de alguna manera han dado con una efectividad a la que no piensas renunciar.
En fin, parece que la felicidad es trabajar, así sea como Salmón.

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