He
decidido volver a mi estudio en Ciudad de México; el viaje en autobús me hizo
sentir vulnerable, como quien cierra los ojos y voltea la cara esperando a que
algo fulminante lo golpee y lo derribe. Así fue como me sentí en mi puesto a un
codo de una señora de la tercera edad que bajó en Puebla y yo me seguí hasta el
terminal de autobuses de la TAPO. Mi amigo Marco pasó por mí en su carro; estoy
muy agradecido con él. Cuando abrí la puerta me encontré con dos facturas por
pagar, una fina capa de polvo sobre los pocos muebles que tengo y un ambiente
melancólico que esperaba por mí.
Lo
único que quería era darme una ducha, poner a calentar la italiana y sentarme a
leer. Eso hice, por eso es por lo que decidí venir a mi estudio en Ciudad de
México, dejando atrás ─ya era el momento─ la comodidad de la casa de mi madre y
de los deliciosos guisados de mi tía Sidra. A las dos las extraño mucho.
Los
libros con los que me fui a pasar la peor parte del confinamiento me los traje
completamente leídos, pero algo me hacía sentir que aquello era otra cosa, no
mi acostumbrado plan lector en el que pongo esmero y dedicación. Vaya, que
fueron lecturas fuera de lugar. No las desprecio, en lo absoluto, pero sí que
me dejan un mal sabor de boca, porque la fruición que hay en cada página que yo
leo no logré sentirla con cada uno de los ejemplares viajeros. En vez de leer
quería estar con mi madre, con mis hermanos, con mi tía Sidra, con mis
ahijados, con mis cuñados… el mundo, últimamente, viene siendo otra cosa.
Pero
ahora estoy en mi estudio de Ciudad de México y hay muchas novelas, varios
ensayos, cuatro tratados por leer; además tengo sobre el escritorio unos
apuntes que se irán traduciendo en la escritura de mi tesis de grado. No digo
que este sea el mejor mundo para mí, lo que digo es que en éste ─incluso si es
el peor de todos─ es donde mejor leo y escribo, donde mejor pienso y pongo en
práctica la palabra. Dicho de otro modo: extrañaba la lluvia de mí mismo.
Además, el termómetro ya no dice 40°C, el máximo es de 20 para hoy y yo feliz
corro las cortinas.
Ahí
estaba La multitud errante (Seix Barral, 2001) de Laura Restrepo
(Bogotá, 1950). Una edición de pasta gruesa que me hizo sentir el peso de la
estética de la literatura sobre las manos. Sabía que era el libro con el que
retomaría mis apuntes de lectura que a partir de ahora llamaré Crónicas
de lectura, porque, si me apuran, cada obra que leo es contingente a mi
vida cotidiana. De eso les hablo. Entonces leí el prólogo y me dieron ganas de
estar en otra parte, no sé, en un páramo con café campesino y una ruana que no
abandona en mitad de una tarde fría de otoño: “he querido que este libro sea un
puente entre los míos y los de Alfredo Molano, también él colombiano,
cincuentón, testigo de las mismas guerras y cronista de similares bregas” dice
Laura Restrepo cuando habla de dos generaciones unidas por las historias de
errantes que después contaron todo lo que recordaban con y sin dolor.
Se
trata de una novela de gente que huye de la guerrilla y de los paramilitares,
entre ellos está Siete por tres ─así se llama el personaje por razones que el
lector irá descubriendo a paso de páginas─, que ha rodado por muchos pueblos
preguntando por su Matilde Lina, su madrina; confía en que sigue viva y que
tarde o temprano dará con ella. Luego está la extranjera, que, junto con unas
monjas, regentea un albergue para desplazados y ahí conoce a Siete por tres,
del que se enamora y sabe que esa puerta, si la abre, es la entrada a un
terreno de muchos problemas sentimentales y existenciales. Pero ella también es
una errante, porque viene del primer mundo donde todo está en su sitio y al
parecer eso es lo que ahuyenta el sentido de la vida. Viene al tercer mundo y
se encuentra con la realidad frenética de los que tenían una finca con todos
sus ganados y de pronto se vieron con una bolsa al hombro huyendo por veredas y
brechas de los que querían asesinarlos o violarlas en el caso de las niñas y
las mujeres.
La
extranjera le dice a Siete por tres que lo ayudará a buscar a su Matilde Lina,
pero en su interior sabe que será imposible dar con ella, pero no se atreve a
decírselo a su corpulento amor errante, porque se ha dado cuenta de que aquél
ha dedicado toda su vida y toda su pasión a esa búsqueda. Vamos, que le va la
vida en ello. Pero también le ofrece un amor más realista, uno de carne y hueso
que siente y a ratos quiere compartir su respiración con él. Aunque Siete por
tres se niega a esa posibilidad, ella, la extranjera, lo desarma diciéndole que
Matilde Lina es un invento suyo, que Matilde Lina es la búsqueda en sí misma.
De tal manera que todos tenemos una Matilde Lina que, quizá, ay, más nos vale
no encontrarla porque ese día todo perderá sentido.
No sé
si por ahí ronda mi Matilde Lina, de lo que sí estoy seguro es que hace mucho
que dejé de buscarla; nunca di con ella, dicho sea de paso, porque caí en la
cuenta de que todas las pistas que tenía eran dolorosas. Cerré puertas y
ventanas y decidí organizar la fiesta de mi felicidad desde un interior al que
invito a pasar a quien deseo, a quien quiero, a quien no puedo dejar de mirar
mientras termina de llover. Pero hay otra cosa que sí sé: Matilde Lina ha
forjado los mejores amores que conozco, es decir, que la errancia a la que
Matilde Lina nos tiene atados, definitivamente es la misma que provoca que
demos con el lugar que nos corresponde; casi siempre se trata del sitio donde
más nos necesitan y donde emerge un sentimiento de paz y descanso jamás
experimentado.
Quizá,
como dice la extranjera, sea buena idea despojarse de los viejos dolores;
ciertamente vendrán unos nuevos, pero que sean nuevos, vaya, porque los de
atrás no dejan avanzar, no dejan querer de nuevo. Los latinoamericanos tenemos
algo de eso, es decir, hemos sido Siete por tres y también hemos hecho de Matilde
Lina. Nos ha tocado salir a buscar y también nos han buscado. Una locura, nunca
damos con ella y ella nunca da con nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario