domingo, 18 de noviembre de 2018

John Gray y "El alma de las marionetas"


Uno dice libertad y le agrada la idea de poder hacer lo que le venga en gana. ¿Qué tan cierto es esto? John Gray, el autor de El alma de las marionetas, diría que es una ilusión; también advertiría que el progreso y la moral son apenas ilusiones que tras la Ilustración se quedaron como referentes, al menos para quienes presumen de ejercer su libertad lanzando a cuatro voces que se la han ganado ellos o sus antepasados —no hay nada más equivocado que esta sentencia—. En cualquier caso, quizá esto se deba a que la palabra libertad se usa con indiferencia a su significado, y el problema surge cuando intentamos definirla, entonces aparecen los límites y las condiciones y no que más que decepcionarnos y aventarnos contra la pared con la cabeza por delante.

Una metáfora utiliza el autor para explicar nuestra falta de libertad —esa plenitud de libertad—, unas marionetas a voluntad de un titiritero con hilos muy bien sujetos a sus extremidades. No somos marionetas, somos el alma de ellas: la libertad. Quien nos mueve finalmente es nuestra conciencia, y los hilos son las ideas que nos han servido de referencia hasta entonces —así que cada quien es preso de su capital cultural, por decirlo de algún modo—. Pero se trata de una metáfora, eso alivia el dolor de muelas —el malestar—, aunque a ratos John Gray da en el clavo que es el punto de confluencia entre la ficción y la realidad; le basta con ajustar un par de conceptos y listo, la patada en las pelotas nos dobla y nos recuerda que de libres no tenemos nada: a ratos, la lectura me hace sospechar que un poco imbéciles sí que somos. 

Es británico y en ningún párrafo hay signos de que quiera ayudarnos, es un pesimista y se nota desde el inicio: “Para sentir la falta de libertad hay que ser conscientes de uno mismo”. Nos dice ingenuos, ilusos que cobijados en la ilusión avanzamos lentamente hacia ninguna parte. Pero sí somos libres, hasta donde podemos serlo. Aquí hay un oxímoron para entender bien esto: programados para ser libres. Habla de libertad con poesía y con la literatura clásica, así que es un antiilustrado y al parecer le basta, porque se olvida del repertorio de citas y pone a prueba sus propias ideas que se exponen con claridad. Es experto en teoría política y en filosofía, y desde ahí habla de la libertad humana y dispara sin piedad, a mansalva: que dude uno, él, si bien no lleva prisa, no se detiene por nosotros.

La Ilustración, que poco sublime resulta para este autor, es una herencia del humanismo renacentista, y nosotros nos dedicamos a recuperar todo lo que dijeron, porque nos repitieron que el conocimiento nos iba a ser libres. ¡Mentira! A lo mucho nos hace caer en cuenta de que somos presos de una forma de estar en el mundo. Ya no puede quedarnos duda de que el capitalismo, el progreso y la ciencia son los procesos que más males han provocado en la humanidad, ahí podemos encontrar toda la soberbia humana concentrada. No obstante, no tenemos muchas opciones, podemos criticar la práctica científica, las políticas científicas, si nos hacen casos habremos ganado algo de libertad, pero de lo contrario nos queda seguir luchando y saboreando pequeñas victorias. Ahora bien, quien no quiera entrar en esta batalla, siempre habrá otros dioses como opción de renuncia y retirada.  

Ya puestos en esto, cabe decir que para hacer más miserable esta vida, ni todas las lecturas, ni toda la música, ni todo el teatro, ni toda la ópera, mucho menos todos los himnos administrados cognitivamente por nosotros, sirven a la empresa de la libertad: primero porque sólo nos hacen más sabios, eruditos e intelectuales; después, y como consecuencia, porque esos mismos saberes nos hacen descubrir hasta dónde llegan nuestros hilos para ejercer el alma de las marionetas.  Esto es, señores, el pesimismo ilustrado. 

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