jueves, 4 de octubre de 2018

Una suerte de reseña de “En busca de Bolívar” de William Ospina

Voy manejando y de pronto alguien dice que ahí está el puente de Boyacá, el sitio donde Simón Bolívar llevó a cabo una de las batallas más determinantes para la independencia de la Nueva Granda, ahora Colombia. Era 7 de agosto de 1819, los realistas se rindieron y el viaje que hizo el libertador desde Venezuela valió la pena, aunque en su camino quedaron decenas de sus soldados caídos más por enfermedades que por balas. El puente que está ahí está es un remplazo del original, pero conserva las dimensiones de aquél. Lo veo con atención, es bello, de cierto modo la historia legitima la belleza de ese puente. La Rumorosa sigue avanzando —la Rumorosa es el Renault que voy manejando a menos de ochenta— y trato de mirar por el retrovisor, pero es imposible, así que me conformo con la subir el volumen de la música que está sonando en la radio.
“Hay un libro de William Ospina que de pronto es una suerte de biografía, pero a ratos se me figura un ensayo en torno a la vida personal y política del hombre”, pienso en esto. Compré el libro en el 2014 y ahora es 2018 y su primera edición fue en el 2010. Ocho años han pasado desde que el colombiano escribió una vida influenciada por poetas y filósofos románticos. “La historia no cambia, lo que cambia es la opinión que se tiene de ella, y para eso basta lo que dure una charla”, sigo pienso y acelero, hay una recta enfrente. William Ospina es un ensayista que admira a Borges y a Neruda, pero también a Castellanos y eso lo convierte en un sabio de largo andar. No sólo los admira. También los ha estudiado y de pronto por eso es que les tiene confianza. ¿Cuándo se ha visto una biografía poética y política de un independentista? En Busca de bolívar —de su Bolívar— es un ejemplo muy chingón.
Ahora que ya no ando en las carreteras andinas de Colombia, ahora que estoy en la placidez —qué angustia— de mi departamento en Ciudad de México, releo a Ospina y no sé si encontró lo que andaba buscando, pero sí sé que dio con un Bolívar bajado del estrado, uno embarrado en lodo y “traicionero” para algunos, “leal” para las mayorías, “soberbio” por necesidad, “intolerante” para mantener la disciplina de sus solados. Un hombre enamorado de Manuelita Saenz —en el Centro Histórico de Bogotá estuve frente a la casa de Manuelita y me dieron ganas de llamar a la puerta a ver si ella salía, también pensé que aquel sitio era Ecuador y sobre mi pecho azotó un ramo de flores, ay, vaya puntería de la amante leal—. Esta ambivalencia no frenó su conversión en concreto, que al parecer es lo que hace eterno a los hombres en Colombia —basta con ver el Valderrama en Santa Marta para sospechar la posibilidad de lo que les digo—. Escribe William Ospina: “Bastó que muriera para que todos los odios se convirtieran en veneración, todas las calumnias en plegarias, todos los hechos en leyenda”.  Después de la liberación de los españoles y los franceses y otra vez de los españoles, Bolívar comenzó a ser prescindible, su sueño se convirtió en insomnio, y cuando de repente lograba conciliar las de Morfeo lo visitaban sendas pesadillas.  
“Iré a la Finca de Bolívar cuando regresemos a Bogotá”, pienso y bajo la velocidad, hay una curva en descenso, “también iré al Parque de los Periodistas y le tomaré una foto a su estatua”, justo digo esto cuando salgo de la curva peligrosa. Y lo hice, una finca hermosa con historias en cada esquina, y también lo encontré envuelto en mierda de paloma al pie del cerro de Monserrate. Pensaba en el libro de Ospina, qué dijo de ese detalle fisiológico animal, nada dijo. El que sí reventó con cada letra fue Fernando Vallejo, su buen amigo, pero lo que si dijo el Tolimense es que más allá de las contradicciones del libertador, los plutócratas se apoderaron del continente, hicieron de él lo que sus huevos les indicó —anda ya, William jamás lo diría de este modo—, entonces retomaron relaciones con los imperios de los que se habían liberado. Alguien dirá que ya eran otras condiciones, que ahora eran libres, pero el tiempo que se hace historia —la única legitimadora, lo repito— ha dado muestras de que los resultados son los mismos, aunque más sutiles. 
Las opiniones y los datos están divididos referente a la personalidad de Simón Bolívar. Desde su primera partida a Europa hasta su regreso, y desde la Batalla de Boyacá hasta su muerte, hay dos debates, los unos que lo consideran un verdadero libertador capaz de organizar a un ejército diezmado contra ejércitos conformados en escuelas e ideologías; los dos que están convencidos de que Bolívar olvidó el proyecto original y se convirtió en un dictador. En los primeros están Ospina, en el segundo Vallejo, Iwasaki, Volpi, por nombrar a unos cuantos de entre otros que he podido revisar. En fin, la Rumorosa corre que corre, responde bien con su amarre a la carretera. Se ve una nube gris unos kilómetros adelante. Mientras tanto disfruto de todo el verde que hay a mi alrededor, el mismo verde que quizá Bolivar vio después de haber vencido en aquella batalla contra los realistas. "Si Bolivar pudiera avisarle a alguien de su victoria en esos momentos, ¿a quién hubiera elegido?", me pregunto y en la radio hay una canción que habla de Cuba. Acciono el limpia parabrisas porque hay un calabobo que opaca mi visión.

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