sábado, 15 de septiembre de 2018

Psicopolítica de la sospecha. Una reseña de “Algo va mal”, de Tony Judt.

Afonso Brevedades
Hubo un tiempo en que los jóvenes aceptaron el consenso económico y político. Sucedió en la posguerra. Quizá porque no les quedaba de otra, quizá porque la Ilustración les enseñó que cierto racionalismo abonaba a la recuperación y al desarrollo. Por lo que fuera, pero nunca porque les pareciera lo mejor para su generación. Años sesenta y el postestructuralismo la estaba rompiendo en Occidente: bajo el brazo estaba Freud, el medio ambiente se quemaba y el sexo dejó el tálamo y comenzó a pedir tequila doble en bares de Europa, China y América. Esos jóvenes se hicieron adultos y se convirtieron en economistas, politólogos y sociólogos; ahora, cada vez que hablaban, los andamios del mundo se movían y empolvaban la mesa de debate. Inauguraron el conflicto y los bandos se volvieron a dividir en dos, pero esta vez el terreno de batalla estaba parejo: la política.   
Nos ofrecieron –quiero decir a las generaciones de las décadas finales del siglo pasado– una serie de pautas de participación política con un fin último: vivir de otros modos en este mundo que nos cupo en suerte. Porque la advertencia estaba echada: el abandono de la red de solidaridad y colectividad de las nuevas generaciones, podría convertir el discurso del éxito individualista y de negocio en el dueño de las nuevas mentalidades. Tony Judt escribió Algo va mal como reflexión personal, pero también como testamento y advertencia. Hoy parece que ya es demasiado tarde. ¡Nos jodimos!
Todo inició cuando los agentes privados aseguraron que ellos podían hacer mejor el trabajo del sector público. No lo demostraron, en lo absoluto, más bien lo dijeron tantas veces que nos convencieron. El proceso fue lento pero constante: lo público dejó de ser la única alternativa y lo privado se convirtió en algo “bonito” (el discurso de lo estético uniforme: una belleza que no se busca, aparece a la vista sin mucho esfuerzo); después lo público y lo privado compartieron escenario y la batalla se endureció más: de lo feo a lo malo (el discurso de la moral constante: es una maldad que ronda la sala de hospital, el transporte colectivo y la universidad pública); el golpe más letal fue cuando lo público se convirtió en un peligro para la gente, la manera de eliminar el riesgo de lo público era la asistencia privada (el discurso político instalado: los medios y la propia gente que salía a la calle se convirtió en el discurso que confirmaba la propaganda primaria).
El Estado decide vender lo público, porque ya no le resulta redituable, porque pierde más. Pero el que lo compra le pone ciertas condiciones: dado que no hay ganancias, entonces tiene que vender barato. El que pierde es la gente fea, mala y que desde ahora resulta peligrosa porque protestará contra el Estado que ha vendido y el privado que ha comprado. Esto es el retiro del Estado, o dicho de otra manera: la intervención mínima del Estado que ahora se ha convertido en el facilitador de la inversión. Ahí encuentran el progreso los economistas que nos han venido dando instrucciones. ¡Perdón deberían pedir! 
Fragmento de "Algo va mal".
La sociedad deja de existir, al menos en el discurso (Margaret Thatcher), ahora por las calles ya solo hay individuos y a lo mucho hay familias. El apoyo está en el discurso individualista, el logro por mérito propio y gracias a las tarjetas de crédito que el banco ha facilitado y que siempre dan un empujoncito. ¡Por qué no! Hay que trabajar más horas para llegar a fin de mes, pero también han repetido que trabajar mucho permite poder pagar las letras del carro, la casa y la ropa, además de los boletos de avión de las últimas vacaciones. El discurso está en los medios con el lenguaje del consumo, y los empleados lo refuerzan y lo confirman cotidianamente. 
Los otros, aquellos que no han logrado la belleza económica, son empleados que van a cobrar poco. Sus hijos quizá no tengan oportunidad de ingresar a las universidades (ni públicas, ni privadas), o quizá su rendimiento sea menor a la media (nunca faltará el genio que revolucionará el mundo, pero no siempre es así); según las estadísticas esos empleados serán los primeros en mostrar los síntomas de la depresión: estrés, agotamiento, obesidad, posibles detractores de la ley y la muerte prematura. Morirse antes es una solución, pero Camus opina diferente. Ya les hablaré de eso en otro momento. 
Pero aparece un progresismo que después de tomarse las calles logra hacerse de las instituciones, y desde ahí cambia un poco las cosas. Lo público se ha perdido hace mucho, pero las reglas para los nuevos dueños han cambiado: de alguna manera los feos, los malos y los peligrosos tienen que beneficiarse de lo que una vez fue del Estado. La jaqueca en los empresarios se vuelve insoportable y ejemplos de cómo lo resolvieron hay suficiente en la historia del capitalismo. 
Tony Judt, desde su ancla ideológica que es la socialdemocracia, dice que “el estilo egoísta de la vida contemporánea” que actualmente llevamos nunca fue “natural” en nosotros; les dice a las nuevas generaciones –a mi generación entre las nuevas– que antes tenían otra forma de organizarse, muy alejado del consumismo desbordado y que apostaban más por el trabajo colaborativo, por recordar constantemente que había un sentimiento gregario común entre todas las personas. Así que las cosas están puestas para que los jóvenes, que saben que algo anda mal, puedan pensar diferente y montarla con el conflicto que es la verdadera escancia de la política. 
Una de las principales luchas de las generaciones que miran por la pantalla, al parecer, es contra el discurso del progreso, que de un tiempo a esta fecha ha dejado de significar el avance de todos, y se asume como el acto hábil de dejar atrás a muchos a costa de un cínico desarrollo de pocos. La otra batalla, esa ya casi perdida y quizá haya poco por hacer, es contra el individualismo y la soledad como situación necesaria de éxito: triunfa aquel que no tenga discusiones de pareja, el que no haga el amor, el que nunca llega tarde porque prolongó su noche de cita, que ella que hace de "asistente ejecutiva" (dicha cosa no existe, salvo como eufemismo) pueda responder el móvil a las tres de la mañana porque el jefe necesita una base de datos que imbécilmente no puede buscar por cuenta propia.  
La psicopolítica de la duda, al final de cuentas, lo que quiere es ofrecerle a la gente el bate crítico para reventar el vidrio del muestrario de la "vida bonita".  

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