martes, 23 de enero de 2018

"Palmeras de la brisa rápida" de Juan Villoro



En Yucatán todos se están yendo o ya se fueron. En cualquier caso ese proceso de duelo termina convirtiéndose en platillos extraordinarios, tejidos coloridos, jonrones peninsulares, dientes postizos de exportación o bambucos adoloridos.
Conocí Yucatán porque mi papá, el primer viajero que me habló de lo que había más allá de los corredores de la casa, me contó que caminó sus calles y comió en sus mercados. Cuando fue y regresó trajo con él música de Guty Cárdenas, Ricardo Palmerín y Armando Manzanero, entonces para mí Yucatán era una república musical. Esa provincia se tornó en mi mente en la ciudad dolor, en las bancas de parque desde donde “Peregrina viajera” se despidió del amor efímero para convertirse en eterna.
Una tarde, en una de esas con el calor tropical a todo lo queda en Juchitán, mi padre cogió la guitarra y comenzó a tararear una canción que le había escuchado a Saúl Martínez –el “trovador del recuerdo”–. “Es de Guty Cárdenas”, dijo sin dejar de rasgar. Yo estaba meciéndome en una hamaca y desde ahí me imaginaba el Yucatán que mi papá me había contado.
Quizá fuera por eso que entre mis destinos de viajero nunca apareció esa esquina de México, quizá porque de alguna manera mi padre me llevó tantas veces por esos lugares con sus historias. Desde aquellos días de escucharlo tararear –porque no cantaba: pero qué hermoso era ese susurro que salía de su boca– hasta hoy que me he convertido en adulto –pero qué hermoso se sentía ser aquel niño meciéndose en la hamaca–, le he venido insistiendo a mi dromomanía que me dispare hasta esas tierras, pero no lograba convencerla... hasta hoy.
Juan Villoro, con “Palmeras de la brisa rápida”, me recordó aquellas carreteras, aquellos mares, aquellos sabores, aquellos cafés, aquellos jonrones, aquellos amores, aquellas cosas que nunca experimenté en carne viva pero que mi papá me hizo cerrar los ojos y trasladarme hasta allá.

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